Sin organización todo se pierde. Sin decisión todo se reduce.
Sin estrategia todo se diluye. Sin independencia todo se cede.
22 años pasaron desde el 26 de junio de 2002. La masacre del puente Pueyrredón, la masacre de Avellaneda fue el límite que la burguesía marcó tras la rebelión del 19 y 20 de diciembre de 2001. Una represión brutal, planificada, orquestada para poner fin al ciclo de rebeliones populares que había comenzado allá por el 93 con el Santiagazo. Una década en la que, tras padecer el hambre, la desocupación, la miseria de millones y el saqueo de nuestros territorios y recursos, el pueblo comenzó a decir Basta y se fue organizando desde abajo, en asambleas y cortes de ruta, en puebladas, enfrentando al poder político y económico. Una década en la que ese pueblo fue desarrollando diversos métodos de lucha, de resistencia, de autodefensa, que logró echar a un gobierno en esa enorme insurrección de diciembre de 2001.
No hay peor fascista que un burgués asustado. Ni duda alguna para el poder sobre la claridad del enemigo que enfrenta.
La acción conjunta de las fuerzas represivas aquel 26 de junio de 2002, la planificación previa y la construcción de un relato y un enemigo en los medios de comunicación, los más de 30 compañerxs heridxs de bala, además del asesinato de Darío y Maxi, evidencian la magnitud de la violencia planificada y perpetrada desde el estado para garantizar el orden social y reprimir a los sectores más radicalizados del movimiento popular de ese entonces. Esos a los que no se lograba cooptar ni disciplinar, esos que estaban dispuestos a enfrentar al poder y se organizaban desde abajo.
El 2003 y la “primavera progresista” no pueden explicarse sin ese 2001, sin ese 2002. El kirchnerismo rehusó siempre de reivindicar la rebelión, y siempre optó por resaltar “el caos” del 2001, al que no había que volver. La posterior institucionalización de organizaciones sociales y de derechos humanos fue parte de una estrategia de reconstitución del orden social e institucional para el que era necesario lograr cierto consenso, pero sin modificar las estructuras básicas del capitalismo y el estado burgués, desarmando, desorganizando, desmovilizando al pueblo.
Hoy, 22 años después de aquella masacre, seguimos exigiendo justicia y cárcel común y efectiva para todos los responsables políticos y materiales, para ideólogos y ejecutores de esa política represiva que siguieron y siguen paseándose por el poder político de gobierno en gobierno. Pero también, en momentos en que se replican las mismas políticas de ajuste y saqueo, de miseria planificada a la que se pretende condenar a nuestro pueblo, de la misma subordinación cipaya al imperialismo yanqui y sus lacayos locales que a fuerza de represión pretenden arrebatarnos históricos derechos, urge retomar los aprendizajes y experiencias de lucha de aquella década, de aquel movimiento popular y piquetero del que fueron parte Darío y Maxi.
Ante la violencia generalizada desde arriba, urge recuperar la conciencia de nuestro derecho a la rebelión popular.
Será necesario dejar de hablar de paz y de poner la otra mejilla.
Darío y Maxi son símbolos de la resistencia y de lucha, de solidaridad y de amor, de dignidad piquetera, pero también de decisión y rebelión contra este sistema de hambre y muerte.
Frente a ese sistema y su aparato represivo que pretende acallarnos mientras se multiplican las miserias y padecimientos de nuestro pueblo, retomemos el ejemplo de Darío y Maxi, y vivirán en nuestras luchas.