A 120 años de distancia, en tiempos de crisis planetaria y confusión

La dictadura cívico – militar asestó una seria derrota a la fuerza revolucionaria que se venía constituyendo en nuestro país desde la década de 1960. El proceso de lucha por la revolución socialista tuvo en Argentina, como expresión más acabada, al PRT-ERP. Si bien todas las organizaciones políticas de izquierda sufrieron la represión, el ensañamiento con sus militantes y cuadrxs fue explícito: en la jerga del terrorismo de estado, eran “les irrecuperables”.

Desde entonces, mucha agua ha pasado bajo el puente. Las propias condiciones agravadas de explotación y saqueo, de empobrecimiento masivo y precariedad a mansalva, crearon el terreno para la necesaria resistencia. Nuestro pueblo ha dado no pocas batallas, tenemos muchxs muertxs a lo largo de las últimas cuatro décadas.

Sin embargo, en un contexto mundial marcado por el terrorismo de estado en los 70, por el derrumbe de la URSS y el retorno de China al capitalismo, la reconstrucción de una estrategia revolucionaria acorde a la realidad actual no es tarea sencilla. Como la historia (y la vida) son movimiento, cualquier intento de reconstruir a partir del “calco y copia” estuvo, está y estará destinado al fracaso. Pero, al mismo tiempo, como lo que ha ocurrido es que el capitalismo se ha desarrollado (en extensión y en profundidad) como nunca antes, recuperar el carácter socialista para una transformación radical es un elemento central. Así como la certeza de que cualquier cambio de raíz supone Revolución, y no mera reforma.

Del derrumbe de muchas de las experiencias socialistas y de los partidos que encarnaban su “representación oficial”, concluimos que el protagonismo popular, el verdadero poder popular, constituye un aspecto estratégico de primer orden. El Estado, con toda su burocracia, ha cumplido un papel importante en la reconstrucción de relaciones capitalistas. Desde ya que esto no obedece sólo a la voluntad. El camino de fortalecimiento y no extinción del Estado como forma social no puede abstraerse del asedio constante que han sufrido todas las experiencias revolucionarias triunfantes por parte del imperialismo y de las fuerzas contrarrevolucionarias internas. Tampoco del reflujo de masas que sobreviene luego de largos y denodados esfuerzos. Pero reconocer esas contradicciones reales no significa ceder ante ellas. Menos aún, “hacer de necesidad virtud”, y dejar de reconocer los retrocesos, las transacciones y hasta las claudicaciones.

La lucha ha dado importantes aportes en estas décadas. La importancia objetiva y subjetiva de esa parte creciente de la clase trabajadora que es convertida en “sobrepoblación” para el capital es fundamental, ya que expresa una tendencia estructural que, más allá de algunos vaivenes, seguirá profundizándose.

El feminismo nos ha enseñado que el patriarcado es un lastre que divide a la clase trabajadora. La lucha contra la opresión y por la emancipación plena, implica que hay que encontrar el modo de combatir esta forma de opresión milenaria que potencia todas las otras formas de opresión y explotación. Así como desde hace mucho el marxismo cuestionó el etapismo en cuanto al proceso revolucionario, no dejamos la lucha contra el machismo para “después”. Reconociendo que el patriarcado es una realidad que se objetiva en relaciones sociales, y que la lucha contra el patriarcado desde una perspectiva de raíz implica la lucha contra el capitalismo y contra el imperialismo.

La persistencia de la prepotencia imperial, así como de la colonialidad en todas sus formas, muestran que el desarrollo del capitalismo refuerza y actualiza todas esas formas oprobiosas de sojuzgar, violar y silenciar. El racismo no ha desaparecido. Millones de migrantes obligades a trasladarse en condiciones infrahumanas producto de las guerras, del saqueo extractivista, de la apropiación voraz de los territorios, sufren todo tipo de violaciones a su dignidad e integridad.

Como decía el Roby en los setenta, la dominación del poder burgués adquiere diversas expresiones y formas de acuerdo al momento de la lucha de clases. Las experiencias de gobiernos “progresistas” nos enseñaron que el sistema siempre tiene caras diversas, y actualizaron el viejo debate acerca del estado.” La larga tradición de lucha nuestroamericana tiene múltiples experiencias sobre la importancia estratégica del protagonismo popular, el poder popular como poder revolucionario no sólo distinto, sino antagónico al estado burgués. Si bien efectivamente la gestión progresista no es igual a la gestión abiertamente neoliberal o incluso fascista, nuestra lucha revolucionaria supone la crítica de raíz al capitalismo y el Estado es parte (no “tercero”) de esa relación social.

La persistente lucha de los pueblos originarios permitió volver a poner en agenda la crítica a las invasiones, el derecho a la autodeterminación de los pueblos y el cuidado de los bienes comunes. Las formas ideológicas de imposición capitalista (“modernidad”, “progreso” y “desarrollo”) han servido para perpetuar genocidios. Un pueblo que oprime a otro no puede ser libre. Desde una perspectiva revolucionaria, nos negamos a ser seguidistas del poder y a empatizar con las megamineras, con las agroexportadoras, con los “pooles” y “pulpos” que se apropian de territorios y de vida.

La crisis capitalista y sanitaria mundial nos ha demostrado que les trabajadores seguimos siendo quienes movemos el mundo, que sin trabajo no hay ganancia capitalista, que sin el trabajo vivo el trabajo muerto (objetivado en instalaciones, maquinarias, materias primas, etc. etc. etc.) no transfiere valor. Al mismo tiempo, se ha corroborado el papel estratégico para la reproducción humana de las tareas de cuidado, esas tareas feminizadas desde hace siglos e invisibilizadas en tanto no están mercantilizadas. Les trabajadorxs hacemos el mundo y garantizamos la vida. Como contraparte, el capital ha demostrado (una vez más…) que su búsqueda para salir de las crisis es con masacres, que las ganancias valen más que la vida, que el único bien a perseguir es la acumulación.

Luchas y resistencias hay, y muchas. Pero la capacidad de integrarlas en un todo ha estado por detrás de la realidad. Quizás la presente crisis del capitalismo (que no arrancó en 2020), así como la crisis del pensamiento revolucionario (que también cuenta ya con una extensión considerable), sean la oportunidad para pasar en limpio enseñanzas, sacudirnos muchas taras y mañas adquiridas, y recobrar impulso para ponernos a la altura de las rebeliones que se vienen produciendo y que sin duda se producirán en los años que vienen.

¿Qué balance hacemos de esos procesos? ¿Cómo construir revolución hoy? ¿Cómo construir partidos que sean herramientas y medios de esa revolución? ¿Cuáles son las tareas para salir, en principio a nivel teórico, de la defensiva? ¿Cómo combatir la dispersión de fuerzas, la inestabilidad de las ideas, la confusión? Creemos que Lenin tiene aún lecciones para darnos. Por supuesto, para pensar con nuestra propia cabeza y desde nuestra realidad, pero no desde cero (o desde más atrás).

Volvemos al “Qué hacer” no como si fuera una Biblia, sino como ese texto que nos recuerda que, si nos dejamos llevar por la espontaneidad, no construiremos revolución. Sin teoría revolucionaria, no hay movimiento revolucionario. En una fase histórica marcada por la inmediatez, por el corte con la experiencia previa, con la reproducción de lo mismo a partir del cambio, Lenin sigue hablándonos. Desde el exilio, desde la desesperación de que les revolucionaries estaban por detrás del movimiento de masas, Lenin llama a las cosas por su nombre y nos obliga a pensar, a formularnos preguntas y a ensayar caminos de superación.

Valeria Ianni

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