Ayer, jueves 21 de noviembre, millones de colombianxs pararon el país y tomaron las calles para repudiar al gobierno de uribista Iván Duque.
El paro y las movilizaciones del 21 de noviembre en todo el territorio colombiano fueron las más grandes de los últimos 30 años. Millones se movilizaron en más de 500 localidades del país. Militantes con décadas de lucha en las mochilas precisan que no veían algo así desde los paros cívicos de 1985 y 1986 en el contexto de auge de movilización popular que acompañó el surgimiento de la Unión Patriótica. Otros dicen que movilizaciones tan grandes no habían ocurrido desde las que se dieron en repudio a Jaime Pardo Leal, el candidato presidencial de la Unión Patriótica, en 1987; o en 1990 en repudio al asesinato de Camilo Pizarro, referente del M-19, organización que había realizado un acuerdo de paz con el estado colombiano. Hay quienes recuerdan el legendario paro cívico de 1977 como el único antecedente comparable a lo ocurrido ayer.
Convocada por centrales organizadas en el Comité Nacional de Paro, la medida de fuerza fue tomada como propia por un enorme abanico de sectores y organizaciones: el movimiento estudiantil; las comunidades indígenas, afros y campesinas; la docencia; organizaciones LGBTI y feministas; ambientalistas y animalistas (antiespecistas), colectivos artísticos, cantantes …
El detonante fue el “paquetazo” que lanzó un presidente con una imagen en picada y con un gobierno lamentable en todo sentido. Las medidas incluyen una reforma laboral que para “enfrentar” el desempleo juvenil establece la reducción al 75% de los salarios para esa franja etaria, la contratación por horas, el establecimiento de remuneraciones de acuerdo a la productividad regional, tarifazo eléctrico (suba del 35% de las tarifas de Electrocaribe), reforma previsional tendiente a la privatización del sistema de pensiones, desregulación mayor del sistema financiero, aumento de los impuestos a artículos de la canasta básica y reducción de impuestos a las franjas más ricas.
El paquetazo detonó una larga acumulación de descontento en un país profundamente desigual, que de la mano de las motosierras paracas desplazó a 6 millones de campesinos de sus tierras, que avanza con emprendimientos extractivistas y de megaminería contra los territorios, que se caracteriza por la precarización legal y fáctica de la mayor parte de la fuerza de trabajo que carece de derechos elementales, que ha mercantilizado y privatizado la educación y la salud, en el que la corrupción es consustancial a los grandes negocios (y negociados) transnacionales y locales.
Junto a esta desigualdad económica y social, Colombia sigue siendo la vanguardia de la política contrainsurgente. El incumplimiento de los acuerdos de paz de La Habana muestra la resistencia de una clase dominante y de su estado a desmontar toda una lógica de ejercicio del poder que es abiertamente sanguinaria. Los asesinatos en Colombia son moneda corriente. Ayer, sin ir más lejos, oficialmente se reconocieron tres muertos. Hace unas semanas renunció el ministro de Defensa por ordenar un bombardeo a población civil en el que murieron por lo menos ocho niñes, aunque la población local denuncia que serían cerca de veinte. Con el viejo guión de los “falsos positivos” el ejército dijo que eran guerrilleros.
Ya desde los días previos al 21, la policía realizó allanamientos y detenciones. La represión que se desplegó ayer contra manifestantes tampoco es una novedad en la hipócrita Colombia que denuncia la “dictadura” de Maduro y cuestiona las “violaciones a los derechos humanos” en la Venezuela bolivariana. La hipocresía salió a la luz con los audios de la conversación entre la canciller y su embajador en la Madre Patria Estados Unidos. En los días previos también las fuerzas represivas lanzaron una campaña sin firma a través de whastapp llamando a denunciar a los manifestantes, filmando caras y enviándolas a la policía. También circulaban mensajes, seguramente apócrifos pero con una intencionalidad clara, en que un oficial del ejército alertaba a las madres que si dejaban que sus hijos manifestaran los recibirían “picados en una bolsa”. Dicho en Colombia, esto no es un eufemismo, sino una realidad bien cercana.
Sin embargo, una consigna recorrió el país en carteles pintados a mano: “somos la generación a la que nos quitaron todo: trabajo, educación, vivienda. Hasta el miedo nos quitaron”. Las banderas whipallas, los símbolos y consignas de la rebelión chilena, la fuerza colectiva y la conciencia histórica de qué somos capaces los pueblos de América Latina mostraron que hay un hartazgo con un régimen que ofrece sólo precariedad, persecución y muerte. Los cacerolazos que se produjeron durante la noche en repudio a la represión policial son otro índice de que importantes sectores del pueblo se sobreponen al miedo planificado como política de estado. Durante la jornada de hoy, 22 de noviembre se ha convocado otro cacerolazo en repudio a la represión.
El establishment continental mira con preocupación las movilizaciones, resistencias, protestas y luchas en curso. Las consultoras evalúan si en Colombia se dará un nuevo estallido como el de Ecuador o el de Chile. El gobierno de Duque no parece tener respuestas diferentes a las que por estas mismas latitudes ensayan los Jovenel, los Piñeras, los Morenos, las Añez. Difícilmente pueda ofrecer alguna propuesta a la altura de las demandas un gobierno de una fuerza fascista, en crisis, en un estado que desde su constitución respondió a la más mínima reivindicación democrática con plomo
Desde abajo y a la izquierda, no sabemos la forma y el curso que seguirá la protesta popular en Colombia. Pero sí sabemos, contrariamente a lo que tantas veces se buscó negar, que Colombia es América Latina.