Siguiendo una larga tradición de los sectores dominantes de Colombia, el gobierno del uribista Iván Duque despliega la represión (asesinatos, presxs políticxs, torturas, montajes judiciales y mediáticos) al tiempo que busca profundizar la matriz económica extractivista y excluyente. Sin embargo, las protestas populares se vienen multiplicando. Las luchas sectoriales confluyeron el pasado 25 de abril en una Paro Nacional que logró mostrar la unidad en las calles y en una consigna que sintetiza todos los reclamos: Paz con Justicia Social.
Incumplir los acuerdos: una marca de nacimiento del poder colombiano
Desde que en 2016 se firmó el Acuerdo Final de Paz entre la insurgencia de las FARC–EP y el Estado colombiano, luego de cuatro años de negociaciones, el Estado se ha dedicado a incumplir en forma sistemática lo pactado. Siguiendo toda una tradición bien asentada, la entrega de las armas por parte de la insurgencia fue correspondida con el incumplimiento, la modificación de lo pactado y la continuación de la doctrina contrainsurgente con su lógica de persecución, criminalización y ataque terrorista policial, militar y paramilitar del conflicto social. Sin ánimos de exhaustividad, basta señalar para dar cuenta del panorama la ocupación paramilitar de los territorios dejados por la guerrilla, los asesinatos de combatientes desmovilizados y de familiares (132 ex combatientes, 29 familiares incluyendo un bebé de siete meses), el montaje judicial y detención ilegal de Jesús Santrich (embajador plenipotenciario en las negociaciones, parlamentario de paz), la orden de captura librada contra El Paisa, el mantenimiento de cientos de presxs políticxs de las FARC que deberían haber recobrado su libertad por la ley de amnistía, así como el continuado encierro de Simón Trinidad en los EEUU. En este mismo marco, opera el sabotaje gubernamental a los diálogos con el ELN.
Más que un pacto entre dos actores, los Acuerdos de La Habana dieron un reconocimiento inédito a las víctimas e incluyeron medidas que apuntaban a transformaciones sociales, económicas y políticas que enfrentaran las causas profundas del conflicto: reforma rural integral, sustitución de cultivos ilícitos, reforma política, construcción de una justicia transicional con una perspectiva de verdad, justicia, reparación y no repetición. Por tanto, el incumplimiento de quienes se han beneficiado de la guerra (empresarios locales y extranjeros, terratenientes, comerciantes, narcotraficantes, políticos tradicionales, militares, paramilitares) no se produce sólo contra quienes firmaron en nombre de la organización guerrillera, sino contra las mayorías populares sometidas a desplazamientos, al despojo de sus territorios y bienes comunes, a una precarización laboral extrema, a la privatización de la educación, a la mercantilización de la salud y a la exclusión política. La política de criminalización y ataque se mantiene; desde noviembre de 2016 han sido asesinadxs más de 500 líderes y lideresas sociales. En los primeros 100 días del 2019, los asesinatos superan el medio centenar.
Un “duque” venido a menos
No obstante el triunfo de Duque el año pasado, el presidente carece de la capacidad, del apoyo unánime, y del contexto que le permitieron a su mentor, Álvaro Uribe Vélez, radicalizar a fondo la perspectiva guerrerista. Su victoria se dio en unas muy reñidas elecciones en las que se produjo una fuerte y amplia movilización en torno a Colombia Humana y a la candidatura de Gustavo Petro. Apoyado por todo el arco derechista, el delfín de Uribe ganó en las urnas (con el fraude y la maquinaria electoral del poder). Sin embargo, en los meses que lleva de mandato, la imagen de Duque se deteriora aceleradamente a causa de la corrupción, la ineficiencia y, sobre todo, la respuesta popular.
A nivel regional, su obsecuente y cipayo papel en el asedio imperial a Venezuela, no pudo doblegar a la República Bolivariana, a pesar de las bravuconadas y de la hipocresía sobre la defensa de los derechos humanos en el país vecino. Su sobredimensionado ejército entrenado y ejercitado en atacar a la población civil, no saldría airoso de una aventura contra las Fuerza Armada Nacional Bolivariana y el sistema de milicias.
Desde abajo y a la izquierda
La historia la hacen los pueblos. Y desde esta perspectiva, desde abajo y a la izquierda, es innegable que hay un resurgir y un significativo proceso de reorganización del movimiento de masas en las nuevas condiciones políticas. Asistimos una acumulación popular que el pasado 25 de abril ha dado una contundente muestra de su fuerza. Primero, fueron los 66 días de paro estudiantil, con enormes movilizaciones y tomas de establecimientos educativos por parte de estudiantes y docentes en lucha por presupuesto y por el derecho a la educación. Vale recordar que, junto con Chile, el colombiano es uno de los sistemas educativos en los que más ha avanzado la mercantilización y la privatización. En paralelo, hubo 49 días de paro judicial. El 2019 se inició con la minga indígena y campesina que durante 26 días se desplegó en todo el suroccidente del país poniendo sobre la mesa la necesidad de la reforma rural integral, que reconozca derechos de las comunidades, que ponga fin al avance del extractivismo y de la apropiación de territorios por parte de las multinacionales; así como de una política de sustitución de cultivos ilícitos contraria a la lógica estatal e imperial de persecución a los pequeños productores en beneficios de los grandes narcotraficantes. Lxs trabajadorxs y pensionadxs, en un país con niveles de sindicalización que no llegan al 5%, también se movilizaron en contra de una reforma que elimina en la práctica el salario mínimo y que con frases marketineras a favor de la ancianidad, deteriora aún más la situación de la clase pasiva.
Dos proyectos de país
A comienzos de febrero, ese proceso de construcción de unidad popular se materializó en el Encuentro de Organizaciones Sociales y Políticas integrado por más de 380 delegadxs de 170 organizaciones sociales, sindicales, campesinas, indígenas, afrodescendientes, estudiantiles, ambientalistas, comunal, de docentes, de mujeres, de víctimas, de derechos humanos, fuerzas políticas alternativas, entre otras. Allí se analizó la situación y se definió la necesidad de avanzar en la unidad para la lucha, convocando a acciones regionales y nacionales conjuntas, entre ellas, el reciente y masivo paro nacional del 25 de abril. Decenas de miles de colombianxs se movilizaron en todo el país concentrándose en plazas y en cortes de ruta. Como es costumbre tuvieron que hacer frente a los ataques de la ESMAD (grupo de choque de la policía) que, especialmente en la Plaza Bolívar, desató una fuerte represión a lxs movilizadxs.
La consigna de Paz con Justicia Social sintetiza todo un proyecto de país que se enfrenta al Plan Nacional de Desarrollo que expresa el proyecto de país de los poderosos que busca profundizar los rasgos más retrógrados del segundo país más desigual de América Latina y el Caribe (luego de Haití). Si hay una esperanza de construcción de paz verdadera, de paz con participación y protagonismo, de paz con justicia, con memoria, con verdad, de paz con igualdad, esa esperanza radica en la organización y movilización del complejo y amplio movimiento popular colombiano, y en sus lecciones de cómo se puede construir unidad en la diversidad en las calles y para la lucha.
Las elecciones municipales de octubre de este año podrían constituir un nuevo escalón para consolidar los avances producidos y diseñar un plan hacia las próximas presidenciales. Lejos de todo exitismo ingenuo, la historia de Colombia muestra que los sectores dominantes no han dudado nunca en defender sus intereses del modo más sanguinario. Y más cruel ha sido la respuesta cuanto más sólido era el proyecto de transformación. Por tanto, son grandes los desafíos que se abren para el movimiento popular colombiano y que no deberíamos ver como ajenos todxs lxs que peleamos por otro mundo posible en la Patria Grande.