Por: María del Carmen Verdú e Ismael Jalil

El golpe cívico-militar-eclesiástico del 24 de marzo de 1976 es uno de los más claros ejemplos de la multiplicidad de recursos que el capitalismo es capaz de desplegar cuando la lucha de clases aglutina de nuestro lado fuerzas, decisiones y políticas que ponen en riesgo la hegemonía de la clase dominante.

A la luz del presente, es claro que la derrota que nos infligieron fue muy dura, pero no definitiva. A la par de la lucha por verdad y justicia y de la consigna “No olvidamos, no perdonamos, no nos reconciliamos”, lentamente, y no sin obstá- culos, fue emergiendo la reivindicación de la lucha revolucionaria emprendida por las compañeras y compañeros de aquellos años. No es éste un dato menor frente a la negación de la historia, que algunos incluso intentan hoy, como si el golpe hubiera sido una tragedia incausada, urdida por monstruos, silenciando que fue la herramienta elegida entonces frente al alto componente revolucionario que, aun con diferencias de enfoque y posicionamiento, buscaba la toma del poder para construir una sociedad sin privilegios, en la que la igualdad fuese el punto de partida indispensable para la realización humana.

El fin del llamado “estado de bienestar”, aquella salida capitalista para la recomposición hegemónica de postguerra que se mantuvo hasta entrados los años ‘70, depositaba una fenomenal crisis sobre las grandes masas de los países de la periferia. El disciplinamiento y control de sus sociedades iba a ser la función central de los estados. La represión se dejaría ver claramente como una desembozada política de estado, con una combinación letal de recursos legales e ilegales, y privilegiando los segundos en un plan sistemático que buscaba aniquilar cualquier avance revolucionario más allá de los límites de la etapa dictatorial.

Es que el imperio de la Doctrina de la Seguridad Nacional, lejos de ser concebida como el accionar de militares aventureros con mayor o menor grado de violencia y crueldad, implicaba la natural correspondencia con un plan económico, que con el tiempo, derivó en una inédita concentración de la riqueza, a través del infame mecanismo de endeudamiento externo que condicionaba cualquier salida independiente y soberana.

De la mano de ese plan, la represión debía dar una respuesta contundente frente a la resistencia que oponían las diversas fuerzas populares, algunas de ellas armadas, en defensa de los intereses del pueblo. La dictadura militar fue la respuesta elegida. El monopolio de la fuerza por parte del estado se pondría en acto sin límites de ninguna índole.

Así como al articularse el modo de producción capitalista se van generando los modelos económicos en que se configuran las clases sociales, las diferentes instancias de dominación burguesa van prefigurando diversos esquemas de administración de las modalidades represivas. Con un “enemigo interior” diseñado a su medida, y estigmatizado como “terrorista subversivo” por el aparato mediático que también entonces cumplió su rol de construcción de consenso que justificara y legitimara el exterminio, la represión de la dictadura se descargó sobre militantes de organizaciones políticas con o sin brazo armado e integrantes de organizaciones gremiales, estudiantiles y todo otro sujeto social demonizado.

Más de cuarenta años pasaron, y aquella excusa hoy cobra vigencia plena. Entre la criminalización de la protesta y el discurso de la inseguridad, la militarización del paisaje urbano y la policialización de la vida cotidiana, con diferentes modos, prácticas y formulaciones, las prácticas represivas se fueron multiplicando y adecuando a las nuevas conformaciones de los bloques en pugna, a las transformaciones internas y a los alineamientos internacionales.

Es que más allá del devenir institucional, de las formas y los métodos, se trata de una etapa particular de la lucha de clases: eso también explica por qué la derrota no ha sido definitiva. Cuarenta y tres años después, el rol del estado ordenando las formas que asume la explotación y su reproducción, porta la represión (el uso de la fuerza monopolizada) con un considerable grado de consenso, producto de la instalación, ya no de dictaduras militares, sino de democracias formales. En ellas, también se combinan prácticas legales e ilegales al amparo de verdaderos estados de excepción en los que los derechos y las garantías con las que llenan sus discursos aparecen desbaratados y conculcados.

En nuestro país, desde 2015, lo represivo ha vuelto a ocupar el centro de la escena, dando un salto cuali y cuantitativo respecto a los años kirchneristas. Y no es casual que lo haga de la mano de los peores tres años para las mayorías populares, cuyas condiciones de vida han retrocedido décadas.

Como reflejo de aquellos años oscuros de la dictadura, esta vez un gobierno surgido de las urnas, alineado internacional e incondicionalmente con el imperio, asume sus hipótesis de conflicto (pobreza, protesta, conflictos étnicos, migrantes, medio ambiente, mujeres y disidencias, entre otros) como propias, las maquilla con las grandes excusas el narcotráfico y el terrorismo y reivindica el accionar represivo con un abanico de medidas y postulados que tienen en la ministra de Seguridad Patricia Bullrich a su principal exponente, pero que expresa la línea del gobierno nacional y los provinciales.

En los’90, frente al gobierno menemista, supimos encarnar en la consigna “Contra los represores de ayer y de hoy” el imprescindible vínculo entre la reivindicación de la lucha de lxs 30.000 y las luchas de aquel casi lejano presente. Hoy, ante la versión más descarnada y brutal del proyecto de dominación de las últimas tres décadas, volvemos este 24 de marzo a la Plaza de Mayo y a todas las plazas del país, para decir, de nuevo, que no olvidamos, no perdonamos, no nos reconciliamos, y seguimos luchando para transformarlo todo.

¡30.000 DETENIDXS DESAPARECIDXS PRESENTES!

¡ABAJO EL AJUSTE Y LA REPRESIÓN DE MACRI, LOS GOBERNADORES Y EL FMI!

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor, ingresá tu comentario
Por favor, ingresá tu nombre aquí