“Este es un territorio de tumbas y legajos, triste meditación sobre una patria de niños desaparecidos” Carlos Panelas

Relucen sus botines, peregrinos de potrero, la sonrisa firme como ha­rina de maíz, la camiseta verde y blanca de “el Bicho” de Sunchales. Fa­cundo Ferreira nos interpela, estampita del tren en la rodilla, carta de abajo en el mazo. Chango y pobre, negro y niño. Hijo de madre circunstancialmente lejos, de abuela pacha y villa tucumana con luna, sí; con reflectores de helicópteros sobre­volando los techos, también. Le faltaba un día para empezar el secundario y dos meses para cumplir los trece años. Iba a cambiar los botines por unos zapatos du­ros e incómodos para pisar el patio del colegio nuevo. Andaba orgulloso de ha­cerse grande, le quiere retruco a la vida como todo changuito que despierta a la adolescencia. Se fue a la calle una noche repartido en amistades y en una esquina la policía le vio la espalda peligrosa, su espalda de pueblo. Su espalda marginal era un blanco ideal para que con una bala se resumiera el odio de toda una clase en el gatillo ejecutor de un cancerbero a sueldo. Después en el piso, lo patean. Des­pués de que la bala le atravesó la nuca. En el hospital la policía dice “accidente de tránsito”. No les dejan ver el cuerpo a los familiares, no antes de una larga espera (otra cuenta en el rosario de penurias que comenzaba a vivir su familia); los descan­san en la guardia.

En paralelo comienza el espiral de mentiras que montan la jus­ticia y los medios para encubrir a los ver­dugos: se destacan primero las pericias con la pretendida asepsia de una morgue jamás neutral; se confunde su apellido y su edad, se escribe una partitura de sos­pechas alrededor de las circunstancias y se orquestan prontuarios ajenos, se lo revictimiza como es costumbre para los pibes pobres de nuestros barrios. Se tapa con mugre, digamos, la mancha de su sangre en la calle. “La familia no debió dejarlo salir de noche”, dice algún funcio­nario casi con nostalgia medieval. “Tenía pólvora en las manos”, dicen que dicen de un test de parafina que no fue. El tiro a quemarropa, a menos de un metro, por la espalda. Todo lo demás es literatura.

Decía el narrador de un cuento, sin­tetizando cierta óptica burguesa, que “a la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos”. Pero en este lado de la orilla, la realidad se inclina por las desigualdades sincronizadas, combina­das, permanentes. La baraja siempre tiene un orden, pero nunca ceñido a una bella geometría. Mientras en la Argen­tina gobernada por sus propios dueños, los hombres y mujeres pobres son sos­pechosos y culpables al mismo tiempo, los fusiladores de niños y niñas reciben la cucarda presidencial y la venia de los ministros; mientras se persigue y encar­cela luchadores y luchadoras populares a diario, se les concede la domiciliaria a los genocidas. Mientras nos pegan a quienes laburamos y al pueblo en general una paliza de ajuste salarial y aumentos tari­farios, los funcionarios del gobierno (los mismos que “sinceraron” las tarifas) se disculpan las deudas, se fugan la guita y se adjudican los negocios y contratacio­nes del Estado para sí mismo, para sus primos o amigos.

¿Hay dos justicias? ¿Una que insti­tucionaliza la pena de muerte en las calles, una para el pobre?¿una para los empresarios?¿O es la misma que, ante las evidenciadas contradicciones de una clase y otra, reparte con la espada para abajo, mientras pesa en la balanza la obscena riqueza que acumulan los de arriba? Hay una veintena de funciona­rios que poseen cuentas en paraísos fis­cales: evaden y lo dicen sin culpa, como el ministro de Energía, Juan José Aran­guren, que tiene el 84% de sus capitales (unos $88 millones) depositado en cuen­tas de Holanda y EE.UU.: “Sigo teniendo mi dinero afuera. A medida que recupe­remos la confianza en la Argentina re­gresaremos el dinero” (LN, 31-03-2018). A su vez los sectores que más vienen le­vantándola en pala, como el sector ener­gético (además del de la construcción y el de la banca), gozaron de condonacio­nes multimillonarias en el primer año de gestión. $19.000 millones les fueron perdonados a las empresas eléctricas, mientras comenzaban los aumentos en las boletas. Edesur, donde un beneficia­rio es el mejor amigo del presidente (Ni­colás Caputo, primo hermano de Luis, el ministro de finanzas, éste también con cuentas off shore) y Edenor, del britá­nico Joe Lewis y el local Midlin, ambos beneficiados por una antigua amistad con Macri. El propio Macri, quien ya le había perdonado a su propia familia una deu­da del Correo Argentino y otras dos más provenientes de las compañías aéreas (Macair/Avian) de su clan.

Mientras las pibas y los pibes siguen cayendo en las barriadas, fusilados por las fuerzas represivas, los políticos del ré­gimen exponen y confiesan sin remordi­mientos su responsabilidad en el masivo desguace de derechos conquistados que sufre el pueblo. “Cuando deje de ser pre­sidente, me retiro de la política. Me voy a ir así se olvidan de mí por un tiempo”, indicaba el Presidente en un entrevista televisiva (DDM, Canal 13, 21-03-18), mien­tras auspiciaba la construcción de más y más cárceles y defendía la legalidad de las operaciones off shore de los funciona­rios de Cambiemos.

El robo, el saqueo bestial de nuestros recursos, la evasión fiscal y la timba fi­nanciera, son ley, son el juego al que jue­gan desde el poder, generando una san­gría que el pueblo paga y seguirá pagando por varios años. Son los hachazos que le faltaban al sistema para que nuestras re­laciones laborales y sociales se subordi­nen aún más y de manera mucho más dolorosa y precaria a las necesidades de los capitalistas, a su necesidad de ganan­cia, siempre por definición anárquica, desenfrenada en primera y en última instancia.

Se habrán de acumular los cuerpos de unos pibes y unas pibas más en la noche del suburbio, de los que quedan afuera de todas las porciones de la torta, de los que nacen con la marca letal de una cuna de barro, impuesta por décadas de mis­ciadura; se habrán de acumular en pira sus botines fluorescentes, sus sueños de campeones del mundo que sacan a la vie­ja y al perrito del pozo, su única salida en un callejón sin puertas donde es la vida que se juega las cartas, todo el tiempo, sin ases ni figuras, contra el garrote basto y las espadas, que resguardan el oro de los reyes de siempre.

O habremos de cortar la baraja, dar de abajo y repartir de nuevo, sin azar posi­ble, organizando la suerte de otro modo para que el pueblo, los trabajadores y tra­bajadoras, empuñemos el coraje al grito de sus nombres, del nombre de las y los caídos, de las y los desaparecidos en las noches cerradas y devolvamos una a una todas las heridas.

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