Hace cuatro años moría el comandante Fidel Castro, un gigante de la revolución en acción y en pensar de Nuestra América, del Tercer Mundo, de todos los pueblos en lucha. Un gigante de carne y hueso, un héroe de a pie, humano, acercándose a lo mejor de lo humano. Amado por los pueblos y sabiamente odiado por los poderosos, por los opresores, por los imperialistas. No pudieron matarlo en los cientos de atentados. No pudieron doblegarlo.

Su última voluntad fue que no se levantaran monumentos, estatuas o bustos con su imagen, ni que llevaran su nombre calles, parques, escuelas, hospitales y demás centros e instituciones. Martiano en vida, martiano ante la muerte, Fidel fue coherente con esa máxima de que “Toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz.” Nada de mausoleos fastuosos. Sí un pedazo de la Gran Piedra de la legendaria Sierra Maestra. Sí el corazón de los pobres y condenadxs de la Tierra.

Fidel ha marcado a muchas generaciones de revolucionarios y revolucionarias. El internacionalismo a fondo, marcado por la ética y no por el cálculo. La certeza de que el capitalismo y el imperialismo llevan a la humanidad y a la vida a una crisis que puede ser final, pero lejos del fatalismo, la convicción en la fuerza de los desposeídos y desposeídas de construir ese otro mundo posible, que es socialista.La defensa del socialismo, de un socialismo nuestroamericano, rebelde, moreno, mestizo. La convicción en la fuerza de un pueblo que entra en revolución. La profundidad de sus análisis, de su apropiación del marxismo, de su lectura permanente de los procesos que se daban en todo el mundo le permitieron adelantarse en las previsiones teóricas para plantear tareas prácticas. La dirección hábil y audaz de la lucha, de sus distintos momentos y sus diversas armas.

Y en la base y al final de todo ello, Fidel como ejemplo de coraje. El coraje de plantear lo que nadie se atrevía a plantear. Ese Moncada del 26 de julio como un grito de rebeldía que tuvo enormes costos, pero que sentó un punto de no retorno en el proceso revolucionario que no es otra cosa que el proceso de conciencia y organización de las masas. La defensa de esa apuesta, contra el enemigo y contra quienes condenaron por “aventurerismo”, “putchismo” y tantos otros epítetos ese hito de la historia de nuestro continente. “La historia me absolverá” dijo no cuando ya era un estadista reconocido, sino siendo un prisionero político, con su organización diezmada por la represión y con un enemigo ensoberbecido. El arrojo de subirse al yate Granma, 50 años antes de su muerte, para volver a Cuba y cumplir con la palabra, “héroes o mártires”. El coraje y la convicción de vencer aun cuando lo reveses eran muchos, aun cuando la respuesta popular no llegaba tan pronto como lo esperado. Persistir. El coraje de persistir. El coraje de vencer. Y de no retroceder, frente al monstruo yanqui y sus empresas, sus millones, sus atentados, sus mercenarios, sus bombas, sus enfermedades.

El coraje de no dejarse arrastrar por la oleada derrotista que acompañó el derrumbe del socialismo real y que llevó a tantos y tantas a revisar todo, hasta los principios. Bloqueada, agredida, hambreada, Cuba enseñó heroísmo en el medio del huracán del neoliberalismo. Ese coraje, esa decisión de resistir, de luchar y vencer, fue praxis en Fidel, como lo fue en el Che y en tantos revolucionarios y revolucionarias. Ese ejemplo caló en millones de cubanos y cubanas que siempre reconocieron que antes de ser socialistas habían sido fidelistas. Y no por el culto a la personalidad y esas desviaciones. Sino por la energía y la voluntad que contagiaba alguien capaz de estar con sus actos a la altura de sus palabras.

A 4 años de su muerte, a 54 años de la partida del Granma, Fidel sigue siendo una guía para pensar y para hacer esa revolución que nuestra clase, nuestros pueblos y nuestra Tierra necesitamos. Por seguir tercamente defendiendo la vida y un futuro de dignidad y plenitud humana para todes.

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