El 25 de mayo se concreta la creación de la primera junta de gobierno y con ello se fija en el calendario el recordatorio de una revolución que se gestaba hace tiempo y cuyos vientos libertarios soplaban ya en nuestramérica con los ecos de las sublevaciones y levantamientos indígenas, con la triunfante revolución negra, encabezada por los esclavos en Haití, con las logias y sociedades secretas conformadas para conspirar contra el gobierno colonial.

Si las condiciones internacionales favorecieron la gesta de mayo, difícilmente la revolución puede explicarse por ese solo hecho. Menos aún resulta comprensible que hubiese un pueblo clamando por saber de qué se trata, cuando su firmeza estaba asentada justamente en la comprensión cabal de su realidad.

Ahora bien, la interpretación de la historia no depende simplemente de su análisis y explicación sino principalmente de la posibilidad de convencimiento e imposición de esa interpretación en la conciencia general. Por ello los conspiradores no son reivindicados en esa faceta, y la revolución se evoca sin conexión con su pasado, ni en profundidad con nuestro presente.

¿Se puede reivindicar a Moreno pero no a su Plan de Operaciones?

¿Se puede encumbrar a Belgrano o a Castelli, pero no hacer propio su respeto por “los verdaderos dueños de América”, tal como consideraban a los pueblos originarios?

¿Se puede recuperar la gesta revolucionaria e independentista en tono patriótico sin hacerse eco del internacionalismo que tan bien -y tan urgente- comprendían como indispensable “los jacobinos radicales” de 1810?

¿Se puede apelar a “seamos libres, lo demás no importa nada” y creer que fusilamientos, como el de Liniers por ejemplo, podrían evitarse?

Para decirlo de otro modo, si para concretar la revolución se requiere la confluencia de intereses con sectores más conservadores o moderados, ¿se puede llevarla a cabo sin enfrentarse con ellos?

Se puede, si se amaga y se moldean los ideales revolucionarios, si se les recorta su costado “peligroso”, si se aplican a la contención de las disidencias y se los convierte en recurso autocomplaciente, si se posterga una y otra vez el pretendido objetivo, se puede. Ellxs pueden. Porque así lo requieren, porque así lo necesitan.

No es un plan maligno. No es el perverso secreto de un andamiaje maquiavélico, urdido en la mente de tal o cual. Es su propia justificación hecha discurso, su ideario, que requiere del convencimiento y dominación ideológica para poder sustentarse y sostenerse. Su visión y explicación del mundo. No la nuestra, aunque su éxito radica en la apropiación de gran parte de nuestra clase de esa doctrina.

Libertad, independencia, revolución, plenitud, dignidad… ¿tienen el mismo significado para todos/as? ¿es posible que para grandes millonarios y para el pueblo pobre tengan el mismo sentido?

¿Acaso una bandera, el color de una bandera, nos hermana más que la realidad cotidiana, más que nuestra forma de vida?

Cuán oportuno resulta releer el poema de Brecht, Preguntas de un obrero que lee, para comprender cómo se forja ese “todos” que trabajan “en común”: unas clases dominantes que disponen y una clase dominada que se ve compelida a concretar, para su propia subsistencia diaria, tales disposiciones.

En 1910, en el centenario de la revolución, la “parís rioplatense” ardía en huelgas y represión al movimiento obrero, principalmente hacia sus dirigentes anarquistas. Los métodos empleados para ello varían en tecnología con el de otras épocas -presente incluido-, pero sus proclamas demonizantes son las mismas: “infiltrados”, “enemigos de la patria”, “ideología foránea»…

La clase que construyó el relato de la Argentina bajada de los barcos, señalaba a los inmigrantes como responsables del “caos” y la “disolución”. Las fuerzas del Estado, su brazo represivo, legal y ejecutivo, construían y llevaban a cabo el andamiaje persecutorio: represión directa, leyes “de residencia”, censura de periódicos anarquistas, fuerzas paraestatales organizadas en grupos nacionalistas… Nacionalistas, sí, es decir que “defendían la nación”… pero si la Nación somos todos, a quién defendían de qué…

Quizás entonces puede reivindicarse al pueblo en mayo de 1810, y también en mayo de 1910, apelando a construir un pasado convulsionado que ubica los intereses oligárquicos y terratenientes como los dañinos poderes que opacaban el desarrollo “nacional”.

Y claro que la oligarquía y los dueños de todo son parte del enemigo.

Pero sólo negando la existencia de clases sociales antagónicas puede camuflarse tal contradicción bajo la antítesis “oligarquía vs pueblo”, pues en ese supuesto la industria -como si esto existiera así, a secas- sería popular. Y de esa falacia es necesario convencernos.

La única industria popular es la que está bajo organización y dirección del pueblo, es decir, de la propia clase trabajadora.

Tal como la apelación a “campo” pretende abarcar un provecho en común, el recurso a “industria” pretende convertirse en causa patriótica. En ambos polos, el objetivo es el mismo: aparentar un mismo interés entre trabajadores y grandes terratenientes o industriales (diferencia además cada vez menos específica).

En el bicentenario -y contando- de aquella revolución encabezada por Moreno, Belgrano, Monteagudo, Castelli… y encarnada por San Martín, Padilla, Azurduy, Güemes, Remedios del Valle y tantes otres, la burguesía presenta como reivindicación popular la claudicación de las demandas revolucionarias que amaga representar, y escamotea al pueblo su emancipación apelando en su lugar a un “ciudadano” que, en definitiva, no gobierna ni delibera.

Las sublevaciones, la violencia organizada, el pueblo en armas… siempre podrá ser reivindicable para un sector de la burguesía se mantenga en los estrechos márgenes de los libros de historia, en el pasado remoto. Y allí se encuentra su especificidad.

En su discurso actual, la clase dominante no dista mucho de los otrora señalamientos hacia “los disconformes”, “los utópicos” o “idealistas”. Apenas a aggiornando algunos términos.

Promoviendo como enemigos del pueblo a sectores del propio pueblo, su constitución y sustento se basa en el recorte de las propias fuerzas populares, del control al desarrollo de su potencia, de la coptación de los sectores “dialoguistas” o “moderados”, de los posibilistas claudicadores también.

Basta con re-examinar nuestra historia para observar cómo se repiten estas constantes que señalamos.

Es la burguesía en su conjunto, más allá de sus propias disputas, la que requiere de la complacencia, aceptación y /o resignación de una parte importante de nuestro pueblo para lograr continuar con su dominación aun en momentos donde todo tambalea, como la crisis actual o como el nunca reivindicado 2001 como gesta popular, sino como “caos”, como “disolución”. Se le hace necesario a esa clase cortar constantemente los hilos comunicantes entre pasado y presente, y guardar bajo siete llaves el vital secreto de un pueblo decidido, para que el arriba no tambalee con el abajo que se mueve. No hay nada que rescatar allí para la burguesía y mucho que arriesgar por el contrario. Por eso no tiene fisuras en su discurso sobre entonces, más que desligarse de sus operarios previos fingiendo no tener nada que ver con ese pasado tan fácil de condenar. Pero allí radica también la evidencia de un hueco en su relato, un agujero negro en el que mejor no iluminar el protagonismo de hombres y mujeres decidides a tirar abajo -sí, a derrumbar sin miramientos la sagrada institucionalidad de la democracia burguesa- la “verdad” construida desde el 76 hasta entonces.

Cierto es que no alcanzó. Pero ese 19 y 20 de diciembre fue el pueblo en la calle, que como en 1810 o en 1910 bien sabía de qué se trata, quien puso la sangre -una vez más- para dar fin a un dominio insostenible (que lo era también por su propia lógica).

Si la última dictadura militar, muy patriótica por cierto, ejerció un plan sistemático de exterminio fue en favor de una clase que no puede eludir su veta “industrial”. Las disputas entre sectores de la clase dominante no eclipsa (no debiera eclipsarnos) que su beneficio es común.

Hoy, más allá del análisis temporal sobre las distintas administraciones del Estado (de las ventajas o desventajas de un gobierno más “humano” que otro), la clase dominante se beneficia de una serie de medidas y de “sentido común generalizado”.

Ante la profunda crisis económica del Capital y el cambio de etapa en su organización y desarrollo que estamos viviendo, el intento de relegitimar a las fuerzas represivas del Estado va en sintonía con la lógica de anticipar el terreno ante la creciente posibilidad de estallidos sociales (la reorganización de las fuerzas y cambio de sus tareas, orientando hacia la inteligencia y represión interna, la multiplicación de agentes, la judicialización de la protesta social, el aumento de las leyes represivas -antiterrorista por ejemplo-, el espionaje a organizaciones políticas y sociales, la militarización de los barrios populares, etc., es un proceso que atraviesa a distintos gobiernos de nuestra historia reciente). Todo este combo hay que contemplarlo en el actual intento de relegitimación del accionar de las fuerzas represivas a través de tareas “sociales” y asistencialistas. Es el mismo ejército genocida el que ahora prepara camas y alcohol en gel, y no hay duda de cuál será su accionar frente al ascenso de la lucha. Afirmar que “el ejército cambió” porque se compone mayoritariamente de nacidos/as en democracia sólo pretende desdibujar el rol que cumplen las fuerzas represivas del Estado en su conjunto.

Detrás de una apelación patriótica a defender lo que sería un interés común (e insistimos en que no hay ningún interés común entre grandes millonarios y masas empobrecidas), se promueve el apoyo y seguidismo a un proyecto ajeno en términos de clase.

La reivindicación de las fuerzas de represión, la transformación del no pago de la deuda en la defensa de su cumplimiento y la asociación de esa claudicación a la idea de “soberanía”, la cesión territorial a través de proyectos megamineros (Argentina no ha dejado de “extranjerizar” la tierra), la coptación de movimientos sociales y DDHH, la confusión provocada en anteponer neoliberalismo y capitalismo, o capitalismo frente a populismo, o Mercado vs. Estado, etc… nada de eso es casual. Rastros diversos de estas afirmaciones se encuentran en los propios discursos de les ejecutives a cargo, se llamen Alberto, Mauricio, Cristina, Néstor, Eduardo, Fernando, Carlos o Raúl.

Si en el 2001 se abrió una brecha y se pudo constituir un quiebre en ese sentido, aún no hemos terminado de saldar esa deuda, y está gravamente herido -sino agotado- el costado más progresivo del intento de restauración que constituyó el Kirchnerismo (y que como hemos dicho, reniega de ese pueblo en la calle y opta por conveniencia de encumbrar la institucionalidad y la vuelta al camino de “la normalidad” a través de figuras tan disímiles y de vaivén que tornan ridículo cualquier intento de representar un mismo interés. De allí que “todos” no pueda conducir nunca a la satisfacción de “todos”, y que en la disyuntiva de su rumbo, siempre se recueste en su lado conservador, tendiendo más a la perduración del status quo que a su ocaso).

A contramano del nacionalismo confuso que disipa las profundas diferencias de clase, reivindicamos un 25 de mayo revolucionario, recordando no sólo a los más avanzados y decididos protagonistas de 1810, sino al pueblo que los empujaba. Recordamos a los huelguistas de 1910 y a sus luchadores/as. Y recordamos, sin dudarlo, al PRT fundado un 25 de mayo de 1965, que retomaba los ideales libertarios de mayo de principios de siglo XIX en pos de construir nuestra definitiva independencia.

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