Era un joven errante, un viajero de a pie, de esos que viajan por los paisajes, pero más por las historias. De esos que andan por las vidas de lxs demás y menos por las rutas demarcadas de un itinerario prefabricado. El Brujo, le decían. O El Vikingo o Lechu o Santi. No era, nunca fue, un turista. Los turistas jamás entienden lo que ven. Santi nunca echaba raíces, como dicen los viejos, pero buscaba en los entramados profundos de las relaciones sociales el tesoro de un conocimiento verdadero. Recién cuando había mirado y escuchado suficiente tomaba otro rumbo, como si irse antes fuese una falta de respeto a lxs paisanxs del pueblo y a los árboles. Se llevaba entonces algo de allí: el frío de una montaña, el lenguaje de un bosque, el silencio imposible del mar y sobre todo una enseñanza de fogón y de escucha. Siempre dejaba algo suyo a cambio. Los lugares que conoció lo transformaron. Después de cada partida, fue más humano.

En los brazos o en las piernas, en las espaldas o alrededor del cuello de quienes lo trataron fue dejando una fábula colorida. Desde hacía menos de diez años que había empezado a tatuar lxs cuerpxs de sus amigxs, y siempre pensó que los mejores tatuajes debían tener el mismo sentido que una buena amistad. Un pentagrama en el pie para recordar la melodía favorita, la flor del mburucuyá en las playas orientales, un mirlo negro tornasolado, un espejo mágico… Dejó historias en tinta, sobre los mapas de piel que le ofrecieron las circunstancias. En esos territorios, como en los otros, nunca tuvo la actitud del conquistador. Fue también un viajero donde empiezan los hombros, en unos tobillos delicados, en un antebrazo duro. Dicen que a todxs lxs que tatuó quiso conocerlxs primero antes de que la ajuga marcara una sola línea. El cuerpo fue para El Brujo un lugar para conocer.

La madrugada del 1 de agosto Santiago mateaba una solidaridad muy linda en el Pu Lof en Resistencia de Cushamen a orillas del Río Chubut. El pueblo mapuche había decidido cortar la ruta para demandar la liberación de Facundo Jones Huala, además de su reclamo ancestral por las tierras que, como todas las tierras de Nuestra América, desde hace siglos fueron usurpadas: Conquistas, campañas militares, ventas a grandes empresarios, las formas que fue tomando el saqueo. Éstas en particular, donde estaba Santiago, se las habían vendido al magnate de la moda Luciano Benetton que en cuyo poder reúne más de 900.000 hectáreas en la Patagonia. La falsa imagen publicitaria, el mensaje “plural” de jóvenes de todas las razas vistiendo prendas coloridas contrasta, y bastante, con la de un grupo de ricos europeos despojando a los hermanos mapuches de sus tierras. Santiago mateaba con aquellos que habían definido pelear por lo justo, lo más justo de todo, que es tu propia identidad, tu tierra, tus propios colores.

Dicen que esa noche, Santiago hizo reír a los compañeros más duros. Dicen que el frío se colaba por la casilla de madera al borde la ruta, cuando las balas comenzaron a pasar silbando y las escopetas tronaron. Fue una cacería. No había orden de reprimir. Pero se sabe que sí había orden para cazar y dejar bien en claro quiénes pueden vivir y quiénes no, quiénes tienen derechos y quiénes no.

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