En los últimos meses, hemos venido profundizando nuestro análisis de la situación continental con la mirada centrada en los procesos de rebeliones. Compartimos algunas de las reflexiones y conclusiones a las que hemos arribado, con el fin de nutrir los intercambios y el necesario debate político de la coyuntura en clave estratégica. Publicamos aquí una parte del documento integral y más extenso que se puede leer y descargar de la web.

 

El progresismo, el liberalismo y el fascismo son diversas corrientes o expresiones que coinciden en que el capitalismo es el horizonte deseable o posible. Es decir, son corrientes burguesas. Esto no significa que sean idénticas, pero sí que no son “antagónicamente irreconciliables”. Resulta importante tomar en cuenta que la definición de cualquier “corriente” o expresión ideológica, adquiere sentido en relación al todo, al conjunto de tendencias presentes con las que disputa y eventualmente negocia.

Como decíamos en nuestro primer balance parcial sobre el golpe en Bolivia a fines de 2019 y luego sistematizáramos en nuestro programa, a diferencia del reformismo, el progresismo no se plantea, ni siquiera en el “más allá” un horizonte anticapitalista. El progresismo se nutre de diversos orígenes: de reformistas, de ex revolucionaries, de quienes suscriben la doctrina social de la iglesia, de sectores inteligentes de las burguesías que en un contexto de impugnación comprenden que siempre es mejor ceder algo (nunca lo central) para no perder todo.

En América Latina el progresismo fue la forma política por la cual, luego de fuertes impugnaciones a las formas más extremas y abiertas de política neoliberal, las burguesías consiguieron (hasta cierto punto, con cierta parte de los movimientos) recuperar la hegemonía. La razón de estado y el culto al estado (burgués) son rasgos centrales del progresismo. La idea de que el estado es el que va a garantizar derechos, conquistas, ingresos, promueve la desmovilización y la preeminencia de la representación y burocratización políticas.

Estas expresiones progresistas, surgen en momentos de ausencia a nivel de masas de alternativas revolucionarias radicales y refuerzan esa situación. A pesar de toda su crítica al neoliberalismo y su consigna del fin de la historia, los progresismos defienden el capitalismo como una necesidad, como un “hecho” de la “realidad”, denostando cualquier posición en contrario.

La exaltación de las formas representativas de participación se complementa con la crítica de las formas espontáneas, con el rechazo al uso de la violencia por parte de les explotades y oprimides. La idea de que la lucha de clases, el socialismo, la revolución son “cosas superadas del pasado” es un rasgo común. No pocas veces el argumento es, además, esgrimido por personas que “en otras épocas” fueron parte de organizaciones revolucionarias. La supuesta madurez política, la comprensión de la “realidad compleja” son argumentos para defender el abandono de una perspectiva revolucionaria. No queremos saturar con frases el documento, pero la ridiculización de las acusaciones de “comunismo” señalando que “la URSS ya cayó”, que la “guerra fría no existe más”, tienen en última instancia mucho de esta concepción. La nueva contradicción desde este sector sería entre “neoliberalismo” (disociado del capitalismo) y “progresismo”.

La defensa de la institucionalidad, de la “paz social”, y para ello, el otorgamiento de reivindicaciones parciales son rasgos fundamentales del progresismo. Reivindicaciones parciales en el plano de la distribución del ingreso, o en la disputa de sentido y cultural.

Muy a menudo, sectores liberales y fascistas se oponen a esas corrientes progresistas sobre todo cuando estas últimas ejercen la administración del estado. El asedio por parte de la “derecha” liberal y fascista es real, así como el rol articulador y promotor que tiene en ello el imperialismo yanqui. Salvo en Venezuela -que como Venceremos consideramos que no es asimilable al resto de las experiencias “progresistas” a pesar de que a menudo sean vistas o incluso autoidentificadas como parte de lo mismo- los progresismos en el poder ceden, negocian, ante los embates del liberalismo y el fascismo. En los momentos claves de ese asedio, no se apuesta a la movilización en clave de confrontación, a nada que pueda conducir al desarrollo de poder popular.

La agudización de la confrontación de clases se expresa en la radicalización fascista. Lo que ocurre en Chile, en Ecuador, en Colombia es muy claro. Pero también, el propio éxito desmovilizador del progresismo hace que estas otras expresiones de la política burguesa sean menos tolerantes con esos gobiernos. Las quejas de que “la levantaron en pala” y desestabilizan que realizaba Cristina Kirchner señalan un hecho cierto. Mientras el temor a lo que todas las tendencias burguesas conceptualizan como “el infierno del 2001” estaba a la orden del día, la tolerancia hacia las (exiguas) concesiones era mayor que cuando ese horizonte de disrupción se hizo más lejano.

La base de las coincidencias políticas entre estas diversas tendencias tiene su base material en la consideración de que el capitalismo está fuera de discusión. La defensa del extractivismo y la persecución a quienes se oponen es un elemento irrefutable. Sí hay disputas en cuanto a los grados de control estatal de esos proyectos, o de con qué imperialismo se entablan mayores lazos, pero el extractivismo y toda su fundamentación ideológica de “modernidad” y “progreso” constituyen lo que se puede llamar el “consenso extractivista”.

La subordinación al imperialismo es otro de los puntos base sobre el que efectivamente se despliegan disputas en cuanto a qué alianzas jerarquizar, qué forma de subordinación (rastrera o con algún gesto de soberanía). Pero la construcción de un “consenso pagador” respecto de los organismos internacionales es también irrefutable. De igual manera, la subordinación en cuestiones de represión (fuerzas armadas, policiales, legislación, etc.) al imperialismo yanqui sigue vigente en América Latina a pesar de la disputa económica que otras potencias como China pueden desplegar hoy.

La oposición de derecha a los gobiernos progresistas avanza sobre banderas y métodos que fueron propios de nuestra clase. La acción directa, la impugnación a las instituciones, los bloqueos, cortes de rutas, escraches, etc.  Ante ellos, el progresismo se espanta, los condena “moralmente”, pero no pasa de allí. Lamentablemente, hay que reconocer que buena parte de la izquierda orgánica tampoco va más allá.

Si lo dicho hasta aquí es una visión desde los procesos que tuvieron gobiernos progresistas, es claro que eso no da cuenta de toda la realidad. Los gobiernos liberales tienen formas de ejercicio del poder mucho más violentas. Ni hablar de gobiernos abiertamente fascistas como los de Colombia o Bolsonaro. Sin duda, eso se traduce en peores condiciones de vida y organización legal o amplia de las mayorías, pero también contradictoriamente, y las rebeliones en curso lo muestran, obligan a desplegar una capacidad de confrontación y de confiar en las propias fuerzas (y no en el estado).

Por supuesto, no debemos generalizar, ya que también el terrorismo en determinadas condiciones genera desmovilización duradera. Asimismo, las condiciones extremas de dominación de clase hacen que variantes progresistas sean vistas por algunos sectores como el objetivo hacia el cual debe ordenarse el movimiento popular. La idea de que la meta es “un segundo ciclo progresista” a partir de Alberto Fernández, AMLO en México, un muy probable nuevo mandato de Lula, enlazando con Pedro Castillo en Perú (que representa un proceso popular diferente y más profundo), y las eventuales presidencias de Petro en Colombia, de Boric en Chile, Lugo en Paraguay, etc.

 

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