Красная Площадь, Троцкий Лев Давидович 1918 год

Paco Urondo, poeta y guerrillero, escribió a comienzos de los años ’70 un texto cuyos versos finales son: “Mi confianza se apoya en el profundo desprecio/ por este mundo desgraciado. Le daré la vida/ para que nada siga como está”. Dar la vida, para lxs revolucionarixs de los tiempos agitados del siglo XX, no fue una figura literaria. Lev Davídovich Bronstein, más conocido como “Trotsky” por la historia, es un ejemplo paradigmático de esta divisa de “dar la vida” para que el mundo desgraciado, podrido del capitalismo mundial sea arrojado definitivamente al basurero de la historia.

Nacido en una familia de pequeños terrateniente en 1879, Lev Davídovich comenzó su militancia política en la Ucrania natal. No había cumplido 20 años cuando ya organizaba a grupos de obrerxs en la ciudad de Nikoláiev, tarea que le valió su primer encarcelamiento en los calabozos del zar. En Siberia estudió a Marx y logró huir al exilio, destino obligado para lxs socialdemócratas rusos. En Londres conoció a Lenin, Plejánov y Mártov. En adelante, participó activamente en los debates de la socialdemocracia.

En 1905 organizó el soviet de San Petersburgo, rol que nuevamente le costó el encierro en la Fortaleza de Pedro y Pablo. De esa experiencia, Trotsky escribió un texto fundamental: Resultados y perspectivas, en el que describe con toda nitidez la dinámica permanentista del proceso revolucionario. Comprendía que los avances de la clase trabajadora, la conquista de cualquier ámbito de poder real implicaría una puja permanente con el enemigo que le exigiría a la clase en ascenso una radicalización en sus posiciones, una lucha para conquistar nuevas posiciones. En síntesis, la lucha de clases misma lleva consigo una dialéctica en que para conservar lo conquistado es necesario avanzar más y más en una dirección socialista.

Esto, como toda lección aprendida con el cuerpo y la conciencia, es un aprendizaje doloroso de la historia. Marx había visto el mismo problema en la lucha de clases en Francia medio siglo antes y con la Comuna de  París de 1871. En Trotsky, la comprensión de esa dialéctica de lo real rompía cualquier forma etapista e idealizada de entender la lucha del proletariado ruso contra el zarismo. No había para Trotsky dos momentos escindidos entre el combate contra la monarquía y el combate contra la burguesía. Son aspectos de, más bien, de una misma lucha conjunta:

“Hay que, considerar como la mayor utopía la idea de que el proletariado -después de haberse elevado, mediante la mecánica interna de la revolución burguesa, a las alturas de la dominación estatal- puede, ni siquiera aunque así lo desease, limitar su misión a la creación de condiciones republicano-democráticas para el dominio social de la burguesía. Incluso una pasajera dominación política del proletariado debilitará la resistencia del capital, el cual necesita siempre del apoyo del poder político, y otorgará unas dimensiones grandiosas a la lucha económica del proletariado. Los obreros no pueden por menos de pedir del poder revolucionario el apoyo para los huelguistas; y el gobierno, apoyándose en los obreros, no puede negar esta ayuda. Pero esto significa ya paralizar la influencia del ejército de reserva del trabajo y es equivalente al dominio de los obreros, no sólo en el terreno político sino también en el económico, y convierte la propiedad privada de los medios de producción en una ficción. Estas inevitables consecuencias socioeconómicas de la dictadura del proletariado surgirán muy pronto, mucho antes de que la democratización del orden político esté terminada. La barrera entre el programa «mínimo» y el «máximo» desaparece en cuanto el proletariado obtiene el poder”.

Lo dicho hasta aquí no se limita, exclusivamente, a las fronteras de un Estado nación. La dinámica permanentista de la revolución es, también, la misma lógica que explica la inviabilidad de un proyecto socialista en un país cercado por un mundo capitalista:

“Si el proletariado ruso se encuentra en el poder, aunque no sea más que como consecuencia del éxito temporal de nuestra revolución burguesa, entonces contará frente a sí con la hostilidad organizada de la reacción internacional y con la disposición al apoyo organizado del proletariado internacional. Abandonada a sus propias fuerzas, la clase obrera rusa sería destrozada inevitablemente por la contrarrevolución en el momento en que el campesinado se apartase de ella. No le quedará otra alternativa que entrelazar el destino de su dominación política, y por tanto el destino de toda la revolución rusa, con el destino de la revolución socialista en Europa”.

Estas palabras, no surgidas de una clarividencia especial, sino de la observación de la realidad objetiva y de la historia, adelantan un debate de los años ’30, con Stalin ya en poder. Trotsky comprendía que la dimensión internacionalista era fundamental para una política revolucionaria. Frente a un sistema de dominación mundial, la lucha debe ser en última instancia, también mundial. De lo contrario, el retorno al capitalismo tarde o temprano está asegurado.

En 1934 escribió en ¿Socialismo en un solo país?:

“De la división mundial del trabajo, de la desigualdad del desarrollo de las diversas
naciones, de su interdependencia económica, de la desigualdad de la cultura bajo sus diversos aspectos según los países, resulta que el régimen socialista sólo puede construirse de acuerdo con el sistema de una espiral económica que repartirá las incompatibilidades internas de tal o tal otro país sobre todo un grupo de países y las compensará con servicios recíprocos y con complementos mutuos de las economías y culturas, es decir, y al fin de cuentas, sobre el terreno mundial”.

Sus postulados y su práctica coinciden. El nuevo exilio, luego de la derrota de 1905, lo encontró luchando y organizando en cada país por el que pasó. Volvería a Rusia solo después de la revolución de febrero de 1917. Al arribar, fue recibido por una multitud en la estación de tren de Petrogrado. Nuevamente fue un líder de masas fundamental el proceso que culminó en la Revolución de Octubre.

Luego de la revolución, asumió una tarea titánica: organizar la lucha contra la contrarrevolución. Como Comisario del Pueblo para la Defensa, sin preparación militar, emprendió la organización de un ejército para defender a un país diezmado por la guerra y el hambre. En dos años construyó una fuerza militar de 5 millones de personas y en 1920 logró la victoria contra el terror blanco en todos los frentes.

En la década del ’20, luego de la derrota de la Revolución Alemana y con las tensiones en el seno del Partido Comunista Ruso agudizándose, Trotsky abordó el problema del Frente Único como táctica. En términos gramscianos, el problema que plantea Trotsky es el de hegemonía, es decir, cómo la vanguardia revolucionaria actúa para conquistar posiciones políticas y sumarlas al proyecto de la revolución: “la organización debe aprender a dirigir todas las acciones colectivas del proletariado bajo todas las circunstancias de su lucha vital” (El Frente Único y el comunismo en Francia, 1922).

Trotsky señala insistentemente que no basta con la independencia política y organizativa de la vanguardia, es necesario también realizar compromisos, acuerdos, tomar la iniciativa para la acción común con sectores no ganados aún para revolución. Se trata de impulsar una experiencia en la que “las masas en lucha puedan convencerse en todas las ocasiones que la unidad de acción ha fracasado no por culpa de nuestra intransigencia formal sino por culpa de la ausencia de verdadera voluntad de lucha de los reformistas” (ibídem). Como el líder y organizador de masas que fue, sostiene la centralidad que tiene la experiencia política -no solo la propaganda de ideas- para la transformación de la conciencia, la cual, a su vez, se apoya en una confianza imprescindible en la capacidad de nuestra clase para realizar el camino necesario que conduzca a su autoemancipación.

En 1929, nuevamente este revolucionario comenzó el que sería su último exilio. Turquía, Francia y finalmente México fueron sus los países donde dio las últimas batallas. No solo combatió a brazo partido al régimen contrarrevolucionario de Stalin, sino que además emprendió la tarea de fundar una nueva internacional con el objetivo de, en medio de la barbarie la cual el imperialismo y el fascismo conducían a la humanidad, ofrecer una dirección revolucionaria a la clase obrera mundial.

El Programa de transición de 1938 es el resultado de esos esfuerzos. Trotsky analiza la profunda crisis que vive el capitalismo mundial y la imposibilidad de la burguesía de ofrecer una salida a tal crisis. La disyuntiva “socialismo o barbarie” es clara en esta formulación:

“Las charlatanerías de toda especie según las cuales las condiciones históricas no estarían todavía “maduras” para el socialismo no son sino el producto de la ignorancia o de un engaño consciente. Las condiciones objetivas de la revolución proletaria no sólo están maduras sino que han empezado a descomponerse. Sin revolución social en un próximo período histórico, la civilización humana está bajo amenaza de ser arrasada por una catástrofe. Todo depende del proletariado, es decir, de su vanguardia revolucionaria”.

Sería válido indagar y profundizar en algunos de los extensos debates que suscita este programa, así como también algunas afirmaciones taxativas como “La crisis histórica de la humanidad se reduce a la dirección revolucionaria”. Sin embargo, es posible rescatar algunos elementos cuya validez es innegable: contra todo reformismo, oportunismo y etapismo, la actualidad de la tarea revolucionaria y su urgencia. Y esto vinculado a otra idea fundamental: el socialismo como única alternativa a la barbarie capitalista; no solo la que significó la Segunda Guerra Mundial, sino también la que conlleva el sistema capitalista con la destrucción de la naturaleza, las subjetividades y los cuerpos de la humanidad.

El tercero: la necesidad de una organización revolucionaria de la clase obrera internacional, con un programa y una práctica común para la clase obrera internacional.

Un 20 de agosto de 1940, en Coyoacán, México, un agente del stalinismo perpetró el segundo intento de asesinato contra Trotsky. El primero, a fuerza de balas. El segundo, con un piolet, por la espalda. El asesino material fue Ramón Mercader, cuyo nombre será recordado solamente en el panteón de cobardes y asesinos. El autor político, el propio Joseph Stalin, a quien no bastó la muerte de Trotsky, sino que además persiguió y asesinó a su familia.

¿Por qué Trotsky, luego de 80 años de su muerte? Porque mientras el capitalismo no sea superado, mientras haya explotación y opresión sobre la tierra, el marxismo no será superado. Y en la larga historia de luchas, derrotas y victorias del marxismo, el nombre de Trotsky es imprescindible. Líder de masas, organizador de victorias, luchador incansable.

En su autobiografía, Mi vida, escrita poco después de su exilio de la URSS, se preguntaba a sí mismo:

“Bien, ¿y de la suerte que en todo esto ha corrido su persona, qué me dice usted? Ya me parece estar oyendo esta pregunta, en la que la ironía se mezcla con la curiosidad. A ella, no puedo contestar con mucho más de lo que ya dejo dicho en las páginas del presente libro. Yo no sé qué es eso de medir un proceso histórico con el rasero de las vicisitudes individuales de una persona. Mi sistema es el contrario: no sólo valoro objetivamente el destino personal que me ha cabido en suerte, sino que, aun subjetivamente, no acierto a vivirlo si no es unido de un modo inseparable a los derroteros que sigue la evolución social”.

Con el cuerpo sumergido en la corriente común de la vida, con la mente observando desde la altura de la historia, no solo desde las pequeñeces y rencillas de la mezquindad cotidiana del capitalismo. También esa perspectiva es un aprendizaje necesario para quienes luchamos en este presente de barbarie.

Hasta la victoria, siempre, compañero.

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