A los 89 años, falleció el pasado 20 de julio en La Habana Roberto Fernández Retamar. Director de Casa de las Américas, autor de obras que se han convertido en clásicos ineludibles de la cultura latinoamericana, fue uno de los más fieles exponentes de la Revolución Cubana en el ámbito intelectual, y desplegó por más de medio siglo uno de los pensamiento más radicales de nuestro continente.

Un periodista europeo, de izquierda por más señas, me ha preguntado hace unos días: “¿Existe una cultura latinoamericana?” (…) La pregunta… podría enunciarse también de esta otra manera: “¿Existen ustedes?”. Pues poner en duda nuestra cultura es poner en duda nuestra propia existencia, nuestra realidad humana misma, y por tanto estar dispuestos a tomar partido en favor de nuestra irremediable condición colonial, ya que se sospecha que no seríamos sino eco desfigurado de lo que sucede en otra parte. Esa otra parte son, por supuesto, las metrópolis, los centros colonizadores, cuyas “derechas” nos esquilmaron, y cuyas supuestas “izquierdas” han pretendido y pretenden orientarnos con piadosa solicitud. Ambas cosas, con el auxilio de intermediarios locales de variado pelaje. Así comienza su obra más célebre, Calibán, escrita en 1971 a raíz de los circunstancias del renombrado Caso Padilla. En ella encontramos la cifra de su actividad intelectual: el despliegue de un pensamiento rebelde y anticolonial que nos permita mirarnos con nuestros propios ojos y pensarnos con nuestra propia cabeza arraigados a la comunidad en la que ejercemos nuestra función social.

Pensamiento crítico -ejercicio del criterio propio- y organicidad con un proyecto colectivo -militancia- son los ejes que recorren los textos y la práctica cultural de este poeta, ensayista, docente, militante y constructor de la Revolución Cubana que ha gestado una obra que sin dudas perdurará como una de las más representativas de nuestra América por muchísimo tiempo.

Convertido en leyenda por su extensa labor en la emblemática Casa de las Américas, referente de las insumisas reflexiones gestadas al calor de la Revolución, la noticia de su partida causó un obvio dolor pero llegó con la serenidad que produce la sensación de obra cumplida, y con la certeza de que a quienes lograron realizar lo que Roberto ha hecho nada puede darles muerte, ya que lo que nos lega -obra, ejemplo, ideario- es tan quemante y vital que trasciende su existencia. Queda en nosotros, ahora, saber qué hacer con ello.

Sus poemarios –Vuelta de la antigua esperanza, Con las mismas manos, Buena suerte viviendo, Que veremos arder, Aquí, entre los más destacados- ya forman parte del acervo literario del continente, pero fue su obra ensayística la que lo ubicó para siempre en un lugar de privilegio a la hora de pensar tanto a la intelectualidad revolucionaria como a la cultura latinoamericana y del denominado Tercer Mundo; y no solamente gracias a su programático Calibán -de lectura obligada para cualquier militante y para todo estudioso del ejercicio intelectual-, sino también a Ensayo de otro mundo, Algunos usos de civilización y barbarie, La imaginación revolucionaria y la creación intelectual, Cuba defendida, Introducción a José Martí, Para una teoría de la literatura hispanoamericana, entre otros.

Sin embargo, no solo textos nos dejó Retamar. Su principal labor la encontramos en la experiencia histórica de Casa de las Américas, la institución fundada por Haydeé Santamaría que lo tuvo como Director de la revista desde 1965 y de la propia entidad desde 1986. Allí constituyó el célebre Comité de colaboración conformado por Mario Benedetti, Julio Cortázar, Roque Dalton, René Depestre, Ángel Rama y David Viñas entre otros, y consolidó una red intelectual con centenares de pensadores y artistas. Si la Casa tiene aún el espíritu indeleble de Haydeé, Roberto ha dejado también grabada a fuego su huella imborrable. Con ambos, Casa forjó un proyecto cultural integral con el objetivo de establecer, sostener y amplificar vínculos entre artistas, intelectuales y publicaciones de América Latina; a la vez que promovió el intercambio de sus producciones estéticas e incrementó su difusión dentro y fuera de Cuba. Así se convirtió en un ícono que logró aglutinar lo más representativo de nuestra cultura.

Como si toda esta actividad no llevase una vida entera, Retamar además fundó en 1977 y dirigió durante casi una década el Centro de Estudios Martianos, y  por quince años (entre 1998 y 2013) fue Diputado a la Asamblea Nacional del Poder Popular y miembro del Consejo de Estado de la Revolución.

Por todas estas acciones fue galardonado con las más importantes distinciones en la isla, como el Premio Nacional de Poesía (1962), el Premio Nacional de Literatura (1989), la Orden José Martí (2006) y el Premio Nacional de Ciencias Sociales (2012). Fuera de Cuba recibió el Premio Latinoamericano de Poesía (1980), el Premio ALBA de las Letras (2009), el Premio Internacional José Martí de la UNESCO y el grado de Oficial de la Orden de las Artes y las Letras en Francia (1994).

Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de La Habana, con estudios en La Sorbona y en la Universidad de Londres, Retamar había retornado a Cuba en 1958 para sumarse al Movimiento de Resistencia Cívica y escribir en la prensa clandestina. Con el triunfo revolucionario se integró orgánicamente al proyecto liderado por Fidel y el Che, y se concentró en el ámbito cultural. Ocupó el cargo de Vicedirector de una de las nuevas publicaciones surgidas en La Habana, Nueva Revista Cubana, fue Secretario Coordinador de la flamante Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba -UNEAC- además de co-director de la revista Unión hasta que arribó a la Casa de las Américas.

Todo su accionar sintetizó los rasgos salientes del desarrollo teórico-cultural de la Revolución y del marxismo de nuestra América. En este sentido, se ha convertido en un símbolo de este proceso como lo son en otras áreas político-culturales Fernando Martínez Heredia y Alfredo Guevara. La suya es una obra que no solamente ilumina el pasado reciente del continente, sino que, tal como Gabriel Celaya resume a la poesía, resulta un arma cargada de futuro.

Y esto porque emerge de su escritura un programa definido pero conscientemente inconcluso, por su carácter abierto y antidogmático, sobre los características y el despliegue de la cultura latinoamericana, con epicentro en el análisis literario pero siempre apuntando a trascender los límites disciplinarios, pues busca que la intelectualidad que erige la Revolución amplíe el horizonte de sus posicionamientos, reflexiones y prácticas más allá de su “campo específico”, con una mirada anticapitalista y anticolonial, crítica del eurocentrismo como actitud mental que rechaza nuestra identidad al considerarla una copia pasiva de las culturas de los llamados países desarrollados, negándonos originalidad y peculiaridad, y obligándonos a continuar los trillados caminos de la dependencia. Retamar, impulsa, en cambio, el desarrollo de una intelectualidad con mentalidad emancipada y enraizada en el suelo popular.

Para eso fue, ante todo, un organizador cultural, que allá por septiembre de 1966 cerró uno de sus escritos afirmando: “La revolución no es una cosa ya hecha, que se acepta o se rechaza, sino un proceso, cuyo curso ya no es exactamente el mismo después que estamos inmersos en él; de alguna manera; por humilde que sea, con nuestro concurso contribuimos a modificar ese proceso. De alguna manera, somos la revolución (…). Cuando así lo hemos asumido, podemos decirle a nuestra revolución lo que José Martí a su verso: o nos condenan juntos, / O nos salvamos los dos”.

La historia ha dejado en claro el resultado de la disyuntiva.

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