El 1 de enero, en el marco de una virtual militarización, asumió la presidencia de Brasil Jair Bolsonaro, un ex militar retirado y outsider de los partidos tradicionales que se impuso en segunda vuelta con el 55% de los votos, contra el candidato del Partido de los Trabajadores (PT) Fernando Haddad.

Como signo de la polarización, los representantes electos del PT estuvieron ausentes de la toma de posesión en el Senado mientras que el resto de los legisladores opositores que asumieron sus bancas, fueron chiflados. El sólo hecho de que Bolsonaro haya ganado con Lula encarcelado debido a una causa carente de pruebas y tras el impeachment a Dilma Roussef, demuestra la profunda crisis que atraviesa el sistema político brasileño.

En su discurso de asunción, el nuevo mandatario dejó en claro que llevará adelante una guerra contra el pueblo y las organizaciones populares. El mismo puede sintetizarse en dos afirmaciones: hacer valer el lema de la bandera nacional “orden y progreso” y “Brasil arriba de todo y Dios arriba de todos”. En la primera de las consignas, que supo unificar a las clases dominantes de nuestro continente hacia finales del siglo XIX, se encuentra, aggiornado, el proyecto que encarna Bolsonaro. El orden interno, a partir de mayor represión, dándole rienda suelta a la policía , a las fuerzas armadas (y grupos paramilitares) y de la mano con una reivindicación explícita de la dictadura (en un país donde sólo el 9% de la población dice verse satisfecho con el funcionamiento de la democracia). El «progreso», reorientando la política internacional en un viraje completo al imperialismo yanqui, y dejándola suelta de amarres “ideológicos”. La presencia de Benjamín Netanyahu y del secretario de Estado estadounidense, Mike Pompeo (aparte de las felicitaciones por redes sociales de Donald Trump) dan cuenta de la posición fuertemente ligada a los intereses del imperialismo y sus socios que adoptará el nuevo gobierno. Bolsonaro ya anticipó que mudará la embajada brasileña en Israel a Jerusalén, en linea con los dispuesto por Donald Trump. Asimismo, Bolsonaro intentará jugar un papel en Latinoamerica para reflotar el grupo de Lima y redoblar la ofensiva yanqui contra Venezuela y Cuba.

El “progreso”, además, se explica en la apertura comercial que impulsará su ministro de economía hiper neoliberal, ex banquero y formado en la Universidad de Chicago, Paulo Guedes, que entre sus primeras medidas prevee una reforma previsional que Temer no pudo aprobar, e incluso ir más allá en la reforma laboral ya aprobada. La primera medida de gobierno de Bolsonaro fue nada más y nada menos que la reducción del salario mínimo previsto para este año. Guedes también anticipó un virtual abandono del Mercosur para alcanzar otros acuerdos bilaterales con EEUU, por ejemplo. Esto impactará directamente sobre la economía argentina y del resto de los países.

Sin embargo, Guedes deberá sortear distintos escollos en su gestión. Por un lado, el alineamiento con EEUU y el alejamiento de China no es tan sencillo considerando que Beijing es el principal socio económico de Brasilia mientras Washington viene cerrando su mercado. Por otra parte, el ambicioso programa de privatizaciones tendrá que procesarse con la cúpula de las FFAA que ya manifestaron su rechazo a avanzar en ese sentido con Petrobras y Pesal o Embraer y solo habilitan la venta de actividades colaterales.

Otro nombre significativo en el gabinete es el de Tereza Cristina, quién impulsó el proyecto de ley a favor de la utilización de agrotóxicos contaminantes y dañinos para la salud y expresa el interés de los grandes terratenientes. De este forma, y volviendo al oligárquico lema, de lo que se trata es de recuperar la tasa de ganancias para la gran burguesía brasileña que ni el gobierno de facto de Michel Temer pudo lograr. Las primera muestra de esto fue contundente y no se hizo esperar: el presidente anunció que entregará las tierras indígenas a los grandes ruralistas. Con la excusa de «integral el país», el nuevo gobierno se apresta a entregar el territorio nacional a los terratenientes y grandes pooles, justamente uno de sus principales sostenes parlamentarios.

En cuanto a la segunda consigna, Bolsonaro reafirmó su lucha contra sus principales enemigos internos “la ideología de género” y el comunismo. Como adelantó en su campaña, se propone establecer un férreo control en el sistema educativo para sancionar a aquellos profesores que tiendan a expresar su posición política y/o desarrollar contenidos de educación sexual integral. Para esto se apoyará fuertemente en las iglesias evangelistas, en primer término, y luego en la iglesia católica. Es válido recordar que en su campaña firmó un acuerdo con la Iglesia Católica de Río de Janeiro en el que se comprometía a vetar cualquier intento de legalización del aborto. En su discurso no dudo en afirmar que combatirá toda ideología que tienda a destruir a las familias, en clara alusión al movimiento de mujeres y disidencias. Pasado un día de mandato, ya hay un decreto que confirma esta orientación, eliminando a la población LGTBIQ de las políticas de derechos humanos.

Bolsonaro emerge como la versión latinoamericana de una tendencia fascista que en el caso de Europa viene registrando avances paulatinamente en los últimos cinco años por lo menos (el último ha sido el salto de Vox en Andalucía, España, donde no había expresiones de este tipo). Este proceso fue apuntalado por el triunfo de Trump en EEUU. En términos generales expresa un estadio de la crisis mundial de la cual el capitalismo todavía no ha logrado darle una salida. El permanente retroceso en las condiciones de vida de las masas acompañado de un agravamiento de la crisis humanitaria producto de las guerras y saqueos del imperialismo, en la medida en que hay un vacío en la izquierda y que la socialdemocracia europea fue una de las que aplicó los planes de ajuste de la UE, abrieron paso al avance de la ultraderecha.

En el caso del brasileño, particularmente, se pone de manifiesto en el agotamiento del “ciclo progresista” del continente, y por lo tanto de los límites de los proyectos de redistribución dentro del mismo capitalismo que se vieron obligados a aplicar ellos mismos un programa de ajuste a partir del estallido de la crisis mundial. A su vez, la pasividad y adaptación del PT y la CUT jugaron un papel de contención que limitó la movilización popular y allanó el terreno para una ofensiva reaccionaria.

En todos los casos son opciones que vienen a recomponer la dominación de los sectores más concentrados y reaccionarios de la burguesía en un contexto de crisis y de un mundo convulsionado por las crecientes tensiones entre las potencias imperialistas. El gobierno de Bolsonaro abre una nueva situación en el marco de un intento por consolidar un nuevo ciclo neoliberal en la región que todavía debe verse cómo evolucionará. Sin duda, resulta indispensable construir la mayor amplitud en la movilización popular y la solidaridad internacional para enfrentar al fascismo que intenta abrirse paso. En esa perspectiva y fortaleciendo la organización popular en todos los terrenos, es necesario construir una alternativa de fondo, un verdadero proyecto antagónico a los intereses de las élites que pueda romper con el imperialismo y la burguesía en defensa de las mayorías populares. Es con la fuerza de las y los trabajadorxs y el pueblo que se puede frenar y derrotar al fascismo.

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