“Ay, Simón, de qué sirvió la independencia si los niños tienen hambre…” lloró en palabras un día Manuela Sáenz. No renegando de la lucha. No negándose al ruido de rotas cadenas.
Lloró Manuela en palabras de hambre de niños un día lamentándose, quizás, de no haber podido cambiar todo lo que debía ser cambiado, de no haber podido cambiar todo lo que debe ser cambiado.
Lloró su hambre de independencia Manuela Saénz para que los niños sepan que su lucha servía, que no hay ruego ni cielo que calme el hambre del pobre. Lloró sus niños Manuela para sepan que un día ellos mismos -y ellas mismas- debían saciar su hambre de estómago y de libertad. Lloró Manuela, pero no se quedó allí en su lamento. Levantó la espada. A caballo encabezó el ejército popular patriota y fue una de las más bravas combatientes, de hecho conocida como “la libertadora del Libertador” porque sin ella poco habría logrado Bolívar.
Y es ese eco de pan y tierra, ese murmullo lejano de pueblo en armas, ese lamento hondo hermanado en el dolor ajeno de una injusticia donde quiera que se presente, lo que compone nuestro ideario de Patria.
Porque, seamos sinceros: ¿Qué es la Patria Don? ¿Es esa línea de puntos que delimitan en una hoja quién es de aquí y quién es de allá? ¿Es esa casilla en la que nos sellan un permiso de nombre y fecha para visitar al espejo que está justo allí, del otro lado de la barrera? ¿Es una bandera, un color, un poema? ¿Es un himno, un equipo de fútbol?
¿Cuál será -pucha- la patria que nos parió, aquella por la que juramos con gloria morir si la gloria no corona nuestras vidas?
¿Es el patrón que ni conocemos o el que nos palmea la espalda para que en definitiva, uno u otro “hagan patria” con el sudor de nuestra frente? ¿Es la iglesia que nos asegura un lugar de regocijo más allá si más acá sufrimos lo suficiente? ¿Es la potestad de entregarnos por generaciones a los designios del FMI o la soberanía de asumir que, “no obstante su falta de legitimidad y a pesar de no estar de acuerdo” honrarán luego los compromisos que nos condenan?
En el relato épico y bello de la tradición oficial, preguntarse es un acto subversivo. En un mundo delimitado por el colordel dinero, la independencia también tiene su precio. El poder no tolera ni un ápice de desobediencia. Lo saben bien Haití y Paraguay, condenadas a perpetuo por la insolencia de haberse rebelado soberana y tempranamente. Lo sabe el Chile de Allende y todos los pueblos de América y el mundo que, con mejor o peor suerte, plantaron la frente en alto, el puño erguido, la voz en canto… Lo sabe la Cuba revolucionaria, faro de libertad de Nuestramérica, sometida a un criminal bloqueo económico de más de medio siglo. Lo saben Colombia y la hermana República Bolivariana de Venezuela resistiendo las mil y una tropelías del imperialismo que intenta asfixiarla.
República, hermana, Bolivariana, Bolívar… el general que bajó desde el Norte con un ejército de pobres, de esclavos, de negros y de indios para garantizar la libertad de América. Ese Bolívar que sabía, como lo sabía San Martín, que sin asegurar la independencia de la América toda, toda la América corría peligro.
Bolívar, América, Libertad, Manuela… Una patria americana sin hambre. Una Matria americana de iguales. Un grito de 200 años que sigue buscando romper los lazos de sometimiento al imperialismo y al patriarcado. Una ola revolucionaria y una marea verde para arrasar con todas las estructuras que garantizan el hambre de los niños, la muerte de las niñas, la muerte de hambre de niños y niñas.
Es necesario ponerlo en palabras: las guerras de independencia no fueron libradas a través de peticiones amables sino arriesgando la vida para ganar la tierra.
Comprender que los laureles que supimos conseguir han sido forjados de una y no de otra manera, es comprender que la historia tiene vencedores y vencidos; y que para poder vencer hay que disponerse a pelear; que para pelear es mejor organizarse; y que organizados nos temen más que a nada.
En épocas de mundiales, donde todo nos incita a vernos hermanados bajo un himno y una bandera, donde se exaltan más que nunca los discursos que llaman a tirar todos juntos para el mismo lado, donde se refuerza esa imagen en la que por pertenecer a un mismo suelo tenemos supuestamente un mismo objetivo en común borrando otras diferencias, sería bueno poder reflexionar hasta dónde se es más cercano a un gran terrateniente nacional que a un albañil boliviano. Hasta dónde compartimos más la vida de una millonaria local que la de un paraguayo pobre. Hasta dónde tenemos los mismos problemas de un gran empresario argentino que los de una trabajadora peruana.
Decía San Martín: “No hay revolución sin revolucionarios – los revolucionarios de todo el mundo somos hermanos”.
La revolución cubana nos ha enseñado que Patria es Humanidad, no difusamente “los 40 millones” o “todos” o “el otro”. Aquí se esconde una delimitación entre iguales (iguales en tanto laburantes por un lado; iguales en tanto explotadores por otro), mientras que aquella formulación implica un horizonte de igualdad plena, palpable, real, donde de cada quién según su capacidad y a cada quién según su necesidad. Una Humanidad socialista y feminista. Una Humanidad -como ya hemos dicho otras vecesdonde el ser humano -hombre, mujer, trans, disidente- sea la medida de todas las cosas.
Mientras no tengamos igualdad de oportunidades y nuestros derechos estén asegurados, habrá que seguir trabajando por construir la libertad y la independencia por la que pelearon los hombres y mujeres americanos que entregaron su vida por un mundo mejor.
Mientras nuestros/as niños/as sientan el hambre que lloraba Manuela, mientras nuestras clases dominantes procuren que los/as trabajadores/as no tengamos historia, doctrina, héroes, heroínas y mártires, mientras la iglesia pretenda seguir regulando la moral de nuestras pibas y de nuestras vidas, mientras no logremos voltear la tortilla y conquistar otra realidad que nos contenga como iguales, la revolución y la independencia seguirán siendo tan necesarias y urgentes como entonces.