EL FONDO MONETARIO INTENACIONAL ( FMI )

El retorno al FMI por parte del macrismo evidencia las limitaciones del gobierno para llevar adelante sus planes económicos -que buscan garantizar los intereses de los capitales más concentrados- con consenso social. Las medidas que el Fondo pondrá como requisitos para otorgar los préstamos implican un brutal ajuste contra nuestro pueblo. Un recorrido por la historia de las relaciones de nuestro país con el organismo muestra la formas en las que ha actuado y actúa también hoy este gendarme de las finanzas. Los desafíos para nuestra clase.

El origen del FMI

El Fondo Monetario Internacional, creado en 1944 a finales de la Segunda Guerra Mundial, surgió de la necesidad de anticipar un ordenamiento económico y prevención de posibles crisis. Luego de las graves consecuencias de la deflación originada por el patrón oro y la gran de­presión que sacudió a todo el mundo ca­pitalista durante los años treinta, el FMI se crea con el objetivo de intentar evitar la inestabilidad de la economía y su im­pacto en el orden mundial.

Pero la creación del organismo, en el marco de la posguerra, debe comprender­se en el contexto de la disputa que las po­tencias capitalistas y el nuevo gendarme mundial, Estados Unidos, mantenían con la URSS y el mundo socialista. Concluida la Segunda Guerra Mundial, en la que la par­ticipación soviética fue fundamental para garantizar la victoria sobre el nazismo, el comunismo volvía a su lugar de enemigo principal de la ahora incuestionable po­tencia hegemónica mundial. De hecho, in­mediatamente después de la guerra, EEUU comenzó a construir la idea de que no ha­bía sido tan importante la participación so­viética para la victoria de los aliados, resal­tando el desembarco de Normandía como hecho fundamental y a EEUU como prota­gonista central de la liberación de Europa. Comenzaba a desplegarse la Guerra Fría.

Con una miseria generalizada pro­ducto de la barbarie de la guerra que evidenció de la manera más cruda has­ta donde puede llegar el imperialismo capitalista y frente una Unión Soviética que no había sido afectada por la crisis del 30 y que ya se constituía como una potencia económica y militar no capita­lista que extendía su influencia política e ideológica también a nivel mundial, el FMI – como explica el economista Oscar Ugarteche- “nació como un instrumento multilateral diseñado para imponer una serie de reglas que permitieran al nuevo imperio de los Estados Unidos sostener su hegemonía internacional en el mundo de la posguerra, no sólo en términos milita­res y políticos sino también en los planos monetario y financiero”1.

Es en esa clave que deben leerse los acuerdos de Bretton Woods de 1944 que retomaron la idea de un fondo de estabi­lización creado en 1936 por el funcionario del Tesoro de Estados Unidos, H.D. White, para dar estabilidad cambiaria a los tres principales socios comerciales de enton­ces, Inglaterra, Francia y EEUU. El fondo de estabilización se incluía en los presu­puestos de los tres países, de manera que en caso de haber una corrida contra una moneda -regidas a nivel mundial aún por el patrón oro-, los otros dos países pudie­ran salir al rescate. Esta es la idea base del diseño del FMI, salvo que éste no lo hace desde los presupuestos nacionales sino desde un ente internacional.

El establecimiento del FMI en Wash­ington en 1946 mostraría no sólo la im­portancia de la institución para la políti­ca exterior estadounidense, sino también su influencia sobre ésta, apoyando a los principales aliados norteamericanos con un refuerzo financiero que permitió la supervivencia de los imperios coloniales británico y francés y que explica en bue­na medida -junto con el Plan Marshall diseñado para promover la recuperación económica europea y combatir el comu­nismo- la “era de oro” del capitalismo en la década de 1950 y las “bondades” del Es­tado de Bienestar europeo.

Pero, según Rapoport, “además de consolidar un patrón dólar, el Fondo manejaría, por intermedio de sus contri­buyentes y accionarios, en primer lugar EEUU, todas las monedas; fijaría no sólo la política monetaria mundial, sino tam­bién los factores que directa o indirecta­mente estuvieran ligados a la economía de sus asociados (…) En toda su trayec­toria, las recomendaciones o condicio­nantes impuestas por el Fondo para el manejo de las políticas económicas de los países periféricos a fin de otorgarles ayu­da financiera, poco tuvieron que ver con la generosidad del Plan Marshall, que en función de sus fines estratégicos ayudó a reconstruir la economía europea” 2.

En sus estatutos originales, el FMI tiene entre sus objetivos principales con­tribuir a mantener la estabilidad finan­ciera a escala internacional, lo cual im­plica supervisar la banca y las finanzas internacionales para anticipar proble­mas financieros a los países miembros. Sin embargo, en el caso de los países en desarrollo, y de manera reiterada, el FMI ni ha previsto ni ha anunciado los peli­gros de crisis inminentes, pese a que ha tenido y tiene la información necesaria para hacer sonar las alarmas. Al contra­rio, este gendarme de las finanzas acom­pañó las políticas contrainsurgentes del imperialismo ante los movimientos re­volucionarios y de liberación nacional de Asia, África y América Latina; y además, brindó apoyo financiero a las dictaduras militares en Latinoamérica, en el Sudeste asiático y en varios países africanos en los decenios de 1964-1984.

Historia de las relaciones entre la Argentina y el Fondo Monetario Internacional

Argentina se incorpora al FMI el 20 de julio de 1956 como miembro número 59. No es casual que fuera la dictadura de Pedro E. Aramburu la que encabezara dicha incor­poración. Luego del golpe de estado de 1955 que instauró una feroz represión contra el conjunto del movimiento obrero, la clase dominante argentina se alinea fuertemen­te con el imperialismo norteamericano. Nuestro país se unió al organismo y el ré­gimen recibió un crédito de 100 millones de dólares del Eximbank, 75 millones del FMI, y otros 80 de bancos y empresas nortea­mericanas, dejando finalmente un total de US$ 1.100 millones de deuda externa, si se le suman créditos previos con organismos. Era el inicio de un ciclo casi ininterrumpi­do de endeudamiento, crisis y presiones.

El gobierno desarrollista de Arturo Fron­dizi (1958-1962) continuaría con las mismas políticas. Resulta significativo que muchas historizaciones pasan por alto este gobier­no al analizar los vínculos de nuestro país con el FMI (el arco político que reivindica el neodesarrollismo). Con el argumento de necesitar financiamiento para el desarrollo de una industria de base, Frondizi – a con­tramano de las críticas que había hecho a Perón cuando este realizó un contrato leo­nino con la Standard Oil cediendo una fran­ja de nuestro territorio para la explotación petrolera dando por tierra con el art. 40 que la propia Constitución peronista había es­tablecido- no hizo más que profundizar la dependencia con respecto al capital trans­nacional y el imperialismo norteamerica­no cumpliendo con todos los requisitos del Fondo y poniendo la economía argentina bajo su tutela. Bajo su gobierno se pidieron los primeros préstamos stand by, que son de tipo usurario respecto al cobro de intere­ses y se aplicó un programa económico con reformas pro-mercado y un ajuste fiscal que incluyó despidos de trabajadores y tra­bajadoras del estado, privatizaciones como la del Frigorífico Municipal Lisandro de la Torre e implementación del Plan Conintes (Conmoción Interna del Estado) que con­llevó a la militarización de las principales industrias para mantener el orden social. Además, el programa incluyó el inicio de la privatización y mercantilización de la edu­cación.

Eran tiempos de revolución en América Latina y el FMI actuaba de acuerdo a la polí­tica de la zanahoria y el garrote desplegada por el Departamento de Estado norteame­ricano. La Revolución cubana marcó un antes y un después en la relación Estados Unidos-América Latina. Se iniciaba una nueva etapa de la Guerra Fría en el conti­nente. El gobierno de Eisenhower, y luego los de Kennedy y Johnson, ensayaron dis­tintas estrategias para desestabilizar a las y los revolucionarios cubanos al tiempo que buscaban evitar la proliferación del (mal) ejemplo cubano. Para ello, además de la vía represiva militar, Kennedy lanzó la Alian­za para el Progreso partiendo de la idea de que el “subdesarrollo” promovía el “peligro comunista”. Así lo había sostenido el pro­pio Frondizi en su visita a EEUU en 1959 planteado que el atraso económico era un serio peligro para la seguridad hemisféri­ca: “A vosotros no puede seros indiferente que haya millones de individuos que vivan mal en el continente americano. La condi­ción de esos semejantes es no solamente una apelación a nuestros ideales comunes de solidaridad humana, sino también una fuente de peligro para la seguridad del he­misferio. Dejar en el estancamiento un país americano es tan peligroso como el ataque que pueda provenir de una potencia extra­continental. La lucha contra el atraso de los pueblos reclama mayor solidaridad del he­misferio que la promovida por su defensa política o militar. La verdadera defensa del continente consiste en eliminar las causas que engendran la miseria, la injusticia y el atraso cultural” 3

En 1961 se realizó el Consejo Intera­mericano Económico y Social de la OEA en Punta del Este, Uruguay. Allí se firmó finalmente la Carta que dió origen a la Alianza para el Progreso. EEUU se compro­metía a poner 20 mil millones de dólares para los distintos proyectos de desarro­llo de los países latinoamericanos, lo que no ocurrió. La historia evidenció que los resultados fueron muy limitados en re­lación a las propuestas y que no hicieron más que profundizar el endeudamiento y la dependencia latinoamericana con el imperialismo yanqui. Como lo dijera el principal protagonista de aquellas jor­nadas, el Che Guevara, entonces repre­sentante de Cuba en la Cumbre, “…esta Alianza para el Progreso es un intento de buscar solución dentro de los marcos del imperialismo económico. Nosotros consi­deramos que la Alianza para el Progreso, en estas condiciones, será un fracaso. […] se ha establecido explícitamente que esos préstamos irán fundamentalmente a fo­mentar la libre empresa. … los créditos que se acuerden servirán para desarrollar los monopolios asentados en cada país. Esto provocará indiscutiblemente cier­to auge industrial y de los negocios. Esto traería ganancias para las empresas[…] lo que significaría una mayor exportación de capitales hacia los Estados Unidos. De tal forma que la Alianza para el Progreso, en definitiva, se convertirá en el financia­miento de los países latinoamericanos de las empresas monopolistas extranjeras. […] es muy presumible que en los años venideros siga la tendencia actual y que las materias primas de América vayan ba­jando sus precios cada vez más…. Habrá un deterioro cada vez mayor en la balanza de pagos […] la falta de desarrollo provo­cará más desempleo. El desempleo signi­fica baja de salarios; empieza el proceso inflacionario que todos conocemos para suplir los presupuestos estatales, que no se cumplen por falta de ingresos. Y, en tal punto, entrará en casi todos los países de América a jugar un papel preponderante el Fondo Monetario Internacional”4.

Tras el paso de Arturo Frondizi por la presidencia, la deuda externa de nuestro país alcanzó los US$ 1.800 millones en 1962, que llegarían luego a US$ 2.100 millones al finalizar el gobierno de facto de José María Guido.

A mediados de la década de 1960, el capitalismo argentino requería la imposi­ción de un nuevo “orden” que permitiera saltar las trabas de su desarrollo. Esta re­estructuración implicaba necesariamente un ajuste brutal a las condiciones de vida y trabajo del pueblo. Así, la necesidad de “orden” iba de la mano con la aplicación de la llamada Doctrina de la Seguridad Nacio­nal, promovida en América Latina por los Estados Unidos, para imponer los llamados “valores occidentales y cristianos” frente al “enemigo interno”. El 28 de junio de 1966 un golpe de Estado encabezado por Onganía destituyó al presidente Illia iniciando una feroz dictadura. El ministro de Economía, Adalbert Krieger Vasena -funcionario de los grandes grupos económicos que buscaban obtener un alto grado de disciplina y acata­miento en todos los órdenes que permitie­ra profundizar la modernización industrial a través de una estrecha asociación con el capital extranjero (en 1966 la inversión ex­tranjera directa era de 2.800.000 dólares; en 1967 de 14.400.000; en 1968 de 33.800.000 y en 1969 de 61.300.000)5 – congeló los sa­larios, suspendió las negociaciones colec­tivas, despidió trabajadores y trabajadoras en la administración pública y aumentó los impuestos, todo lo cual no hizo más que impulsar los movimientos de protesta popular que devendrían en organizaciones revolucionarias, profundizando así la lu­cha de clases en nuestro país.

En ese contexto de lucha de clases que se desplegaba en el continente y el mun­do, el FMI operó en nuestro país otorgando cuantiosos créditos: durante esta dictadura (que continuaría con Lanusse hasta 1972), la deuda externa argentina fue desde los US$ 3276 millones a 4800 millones, un 46 % de incremento.

Durante la última dictadura cívico mi­litar el FMI aportó varios desembolsos. El régimen genocida instaura una reestructu­ración neoliberal en Argentina de acuerdo con la dinámica que comienza a desarro­llarse como tendencia mundial a partir de la crisis de la “edad de oro” del capitalismo (1970-1973). Así, bajo este gobierno, la deuda se multiplicó por seis en 6 años, al pasar de US$ 7.000 millones en 1976 a US$ 42.000 millones en 1982, acompañada de una his­tórica fuga de capitales y una febril especu­lación financiera. La Argentina ya ostenta­ba la mayor deuda externa per cápita del mundo.

En 1982, las medidas tomadas por la dictadura y el entonces presidente del Ban­co Central, Domingo Cavallo, derivaron en la “estatización” de 17.000 millones de dóla­res de deuda externa privada beneficiando a grupos empresarios locales y extranjeros como Socma (Sociedad Macri), Autopistas Urbanas, Celulosa Argentina, Acindar, Bri­das, Alpargatas, Siderca, Sevel y Mercedes Benz.

El retorno a los sistemas políticos de­mocráticos en América Latina luego de más de una década de dictaduras no mo­dificó la estructura de dependencia y en­deudamiento. Todos los nuevos gobiernos afrontaron el problema del incremento de la pobreza y la exclusión social condicio­nados fuertemente por la deuda externa y las políticas económicas que se quedaron a mitad de camino. Lejos de desconocer y negarse a pagar esa deuda externa ilegal, ilegítima y fraudulenta – como demostrara en Argentina Alejandro Olmos en un por­menorizado estudio cuyo fallo responsa­bilizó al propio FMI6- los nuevos gobiernos democráticos (incluido el kirchnerismo) continuaron pagando la deuda y no pudie­ron resolver los viejos problemas y contra­dicciones.

En el último año de gestión de Raúl Al­fonsín, Argentina firmó un acuerdo finan­ciero que no lo salvaría de la catástrofe. El fracaso de los planes Austral (1985) y Prima­vera (1987) concluyeron en la hiperinflación y la salida anticipada del gobierno mien­tras se consolidaba el golpe económico que generaba las condiciones políticas y socia­les que permitirían el desembarco nueva­mente de políticas neoliberales, ahora con consenso.

Durante la década de los ´90, el Consen­so de Washington sentó las bases de un pa­radigma de reformas neoliberales que in­cluían un agresivo plan de privatizaciones y achicamiento del Estado. El gobierno de Carlos Menem, con el Plan Brady de 1989 y la convertibilidad de los noventa y los estre­chos vínculos con el FMI logró recurrentes programas financieros. En julio de 1996 la deuda ascendía a US$ 90.472 millones, ele­vándose a 144.600 millones a fines de 1999, que equivalía a cerca del 50 por ciento del PBI, estimado en 272 mil millones (1998), en un marco de déficit fiscal y externo.

La crisis económica, social y política lle­va al recambio de gobierno. La llegada de De la Rúa al poder a fines de 1999 y la salida del modelo de convertibilidad, en un marco de gran deuda pública y elevado déficit, genera­ron la expectativa de un default en las obliga­ciones externas, en un contexto de recesión y de incipiente deflación. Pero De la Rúa con­voca otra vez a Cavallo quien -respondiendo una vez más a las exigencias del FMI- au­mentó los impuestos y los cortes presupues­tarios, sin lograr sin embargo reducir el dé­ficit y equilibrar las cuentas públicas.

Durante el gobierno de la Alianza prác­ticamente todas las decisiones económicas eran consultadas al Fondo, que nuevamen­te habilitó millonarios créditos para paliar el desajuste: el blindaje y el megacanje. El 10 de marzo de 2000, se concretó un acuer­do stand by que se replicaría en diciembre de 2000 y en septiembre de 2001. El blindaje implicó desembolsos por US$ 40.000 millo­nes, mientras que el megacanje fueron de hasta US$ 8.000 millones, a cambio de la Ley de Déficit Cero y otras reformas.

En diciembre de 2001, el propio Fondo negó a la Argentina un nuevo financiamien­to de US$ 1.264 millones. La historia terminó con el corralito, el default de US$ 144.000 millones y la enorme rebelión popular del Argentinazo que terminó con ese nefasto gobierno y con décadas de neoliberalismo.

Pero luego de un período de inestabili­dad institucional, la clase dominante logró reconstituir el gobierno. A pesar de la cesa­ción de pagos anunciada por Rodríguez Saá, durante el gobierno de Eduardo Duhalde se realizó un nuevo acuerdo financiero stand by el 17 de enero de 2003.

El repudio y la reacción popular contra el FMI y el neoliberalismo imperialista se generalizaban en toda América Latina.

En 2003, tras el fracaso del ALCA y el fracaso de las negociaciones con el gobier­no de Néstor Kirchner, el organismo levan­tó su oficina permanente en Argentina. Luego Kirchner le pagó US$ 9.500 millones al contado y desde entonces se frenaron los préstamos de ese organismo a nuestro país. Lo que no significa por supuesto que no se pidiera financiamiento a otros orga­nismos de crédito internacional.

El acuerdo actual y las perspectivas

La decisión de volver al FMI (a sus créditos y condicionantes) evidencia de manera cruda las perspectivas de este gobierno y su incapacidad de representar materialmente los intereses más genera­les de los sectores dominantes con cierto grado de consenso social. Con el blindaje del Fondo como colchón para frenar la corrida cambiaria, el macrismo intentará avanzar con el ajuste fiscal y las reformas estructurales que se encuentran en la agenda de la OMC y el G20 -cuya reunión se realizará en nuestro país en noviem­bre de este año-, y que son parte de las negociaciones del Acuerdo de Asociación (Tratado de Libre Comercio, TLC) entre el Mercosur y la Unión Europea. El impe­rialismo busca garantizar en América un alineamiento en todos los planos.

Ante el aparato mediático que pretende construir la imagen de “otro FMI”, se alza el ejemplo reciente de Grecia, donde los “res­cates” de su economía por parte del orga­nismo -en conjunto con el Banco Mundial y la UE- implicaron un saqueo brutal de ese país, con privatizaciones, recortes y ajustes sociales que dejaron un 25% de desempleo y a su población en una miseria abrumadora luego de tres agudas recesiones que retro­trajeron un 25% la renta nacional y lleva­ron la deuda pública al 180% del PBI.

Afrontamos las mismas perspectivas. Conocemos de sobra el ajuste que impon­drá el Fondo como condición para esos US$ 30.000 millones que pide el gobierno: re­ducción del gasto social, mayor flexibilidad laboral, reforma previsional y despidos de empleados y empleadas públicos; priva­tización del ANSES y el drástico recorte de los presupuestos provinciales; una mega-devaluación con recesión que permita efec­tivizar la mejora real del tipo de cambio.

Pero este brutal retorno a los años 90 no nos encuentra como pueblo en las mismas condiciones. Ya se expresa en las calles con fuerza el rechazo a este acuer­do. Los trabajadores y trabajadoras ga­namos las calles con movilizaciones que evidencian ese repudio para frenar esta ofensiva contra nuestras históricas con­quistas. A pesar de los golpes que venimos sufriendo como clase, los sectores domi­nantes no han logrado desarticular el po­der obrero y popular. La profundización de la dependencia económica será acom­pañada por el incremento de la represión que ya viene desplegándose y que se acer­ca peligrosamente a una militarización de ciertos barrios y al uso de las fuerzas armadas para reprimir la protesta social que también aumentará.

Debemos ser capaces de articular la resistencia entre vastos sectores, trabaja­dores y trabajadoras ocupados/as y pre­carizados/as, movimientos territoriales, para lograr desde abajo consolidar la uni­dad de acción que nos permita con masi­vidad frenar este brutal ajuste, al tiempo que construimos una alternativa política anticapitalista que realmente exprese los intereses de nuestra clase, evitando vol­ver a “nuevas viejas ilusiones” desarro­llistas que sabemos bien, en nada resol­verán los problemas del pueblo.

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