En Santiago de Cuba, a horas apenas del triunfo de la guerrilla y de la huida del dictador Batista hacia los Estados Unidos, unas palomas blancas revolotean en un teatro tan improvisado como colmado. En el centro, una tarima se ubica apenas por encima de esos cuerpos apretados que quieren estar presentes, no importa cómo, pero con una alegría tan desbordante que su incomodidad resulta insignificante. El hombre que habla a la multitud no es otro que Fidel Castro, comandante en jefe del ejército rebelde. Con su pedagogía característica, repasa distintos momentos de la historia de Cuba, de levantamientos populares y gobiernos esperanzadores, pero que por defección o por engaño, desilusionaban a las masas, una y otra vez. Afirma entonces, la voz clara y firme, “esta vez sí que es la revolución”, y una paloma blanca se posa en su hombro. Es 1° de enero de 1959.
59 años después, y con la desaparición física de Fidel, Cuba inicia el 2018 con el índice de mortandad infantil más bajo de su historia, el menor de toda América, apenas similar al de Canadá. No hay posibilidad de azar alguno en esas cifras. Son el resultado inequívoco de un modelo de sociedad puesto al servicio de las necesidades humanas, el intento de construcción de un sistema social en el que la medida de todas las cosas son los seres humanos.
Cuba, la bloqueada Cuba, la isla pobre del Caribe, la negada y aislada Cuba durante tantos años nos demuestra que a pesar de todos esos escollos, a pesar de ser un país dependiente en una región subdesarrollada, condenada por el imperialismo a proveer materias primas y mano de obra barata, los recursos, aunque escasos, pueden servir para promover una sociedad más igualitaria, donde la niñez, la educación y la salud son los pilares principales, y donde nadie, absolutamente nadie, queda al desamparo de su propia suerte.
¿Por qué entonces una islita del Caribe cuyos productos principales son la caña, el tabaco, el ron y el turismo puede lograrlo y una economía como la brasilera, la mexicana o la nuestra (por nombrar a las principales de Latinoamérica) no, aunque sus gobiernos cambien tan “radicalmente”? ¿Por qué nuestras democracias no alcanzan esos estándares de vida y una “dictadura”, como es llamado al gobierno cubano, pueda igualarse en términos de servicios sociales básicos a los países nórdicos?
Pues bien, despejemos las variables. La única especificidad realmente existente es la concreción de la revolución, desechando el seguidismo a una burguesía autóctona y barriendo con las limitantes del reformismo, avanzando decididamente en cambiar todo lo que debe ser cambiado.
Por ello, por su humanismo socialista, por su internacionalismo proletario, por su autoridad moral, su valentía, su resistencia y su antiimperialismo, entre muchos otros valores, Cuba ha sido y es un faro para los y las revolucionarios/as de todo el mundo, y su supervivencia y futuro está ligado a que logremos la revolución en nuestro propio territorio.
Solo un gobierno del pueblo puede cumplir realmente con sus promesas electorales. Solo un gobierno de la clase trabajadora puede forjar un futuro para la mayoría en lugar del eterno privilegio de las minorías que nos han gobernado hasta ahora. Solo un gobierno revolucionario puede romper las cadenas de la dependencia.
En este 1° de enero saludamos al pueblo de Cuba y a su revolución, y reafirmamos nuestro compromiso para concretar, más temprano que tarde, también aquí en nuestro país, una revolución de carácter anticapitalista, antiimperialista y antipatriarcal, una revolución socialista, internacionalista y feminista. Con esa decisión decimos:
¡Viva la revolución cubana!
¡Viva la revolución socialista!
¡Patria o muerte. Venceremos!