Esto escribía hace 209 años Mariano Moreno uno de los más grandes dirigentes revolucionarios que parió nuestra tierra. En una coyuntura que nos plantea enormes desafíos, arrebatar a la Revolución de Mayo de las vitrinas del recuerdo oficial es no sólo un deber, sino una necesidad para construir el camino de emancipación plena.

* Valeria Ianni

¿Liberalismo o democracia radical?

El título de esta nota pertenece al “Prólogo” a la edición del Contrato social de Jean Jacques Rousseau (1712 – 1778), cuya impresión había fomentado desde la Primera Junta de Gobierno el propio Moreno para que se convirtiera en lectura obligatoria en todas las escuelas. Escrito en 1762, fue prohibido con particular dedicación por parte del poder establecido de la época, las monarquías absolutistas de Europa y el poder colonial en América. Hacían bien los poderosos en tratar de ocultar lo que allí se dice, porque sus palabras eran verdadera dinamita contra los fundamentos de un orden social profundamente injusto. En el capítulo I del Libro I, Rousseau presenta el tema del libro: “El hombre ha nacido libre y en todas partes se encuentra encadenado.” ¿Cómo ha llegado ese hecho a ser legítimo? ¿Por qué siendo la libertad, según Rousseau, una condición natural de los seres humanos, éstos no son libres en las sociedades en que viven? La respuesta es justamente el desarrollo de toda la obra. Para los fines de este artículo, basta rescatar la siguiente aseveración:

“Si no tomase en consideración más que la fuerza y el efecto que se deriva de ella, diría que, mientras un pueblo se ve obligado a obedecer y obedece, hace bien, pero que, cuando puede sacudirse el yugo y consigue liberarse, hace todavía mejor, porque, al recobrar la libertad basándose en el mismo derecho [es decir, el de la fuerza] por el que había sido despojado de ella, está legitimado para recuperarla, o no lo estaba el que se la arrebató.”

Si esta frase resulta incendiaria en la realidad neoliberal del siglo XXI, imaginemos cuál habría sido su efecto al ser leída desde la realidad colonial para poder ponderar el carácter subversivo de la idea expresada. Todos los hombres nacían libres, es decir, como diría la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, “nacían libres e iguales en derechos”.[1] Los pueblos no debían obediencia a un poder emanado de un acto de fuerza. El acto de fuerza original, daba legitimidad al uso de la fuerza para la recuperación de la libertad.

Sin embargo, hasta aquí, nos encontramos en el terreno del pensamiento más avanzado del ala liberal de la Ilustración. Pero Rousseau va más allá y por eso no pocxs lo ubican como un adelantado de la crítica al liberalismo, un precursor que al mismo tiempo que la fundamenta anticipa la crítica a la sociedad burguesa. Porque al poner la base de la soberanía en la voluntad general, fundamenta las formas democráticas directas como el modo más pleno de ejercicio de la soberanía. Desde esa lógica, la contradicción entre lo individual y lo colectivo no es resuelta por Rousseau en la clave liberal que pone al individuo y a la propiedad privada como el fundamento de la sociedad dándole estatus de derecho inviolable de las constituciones; por el contrario, la felicidad colectiva aparece como un fin superior a la individualidad.

No casualmente, su obra sirvió de fundamento al ala radical de todo el ciclo de revoluciones de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX tanto en Europa como en América. Si el ala moderada del campo revolucionario en momentos definitorios optó por la propiedad privada por sobre la necesidad social, y por la libertad individual (léase, propiedad privada) por sobre la igualdad, los radicales pudieron ponerse un paso delante de las sociedades que estaban alumbrando. Así lo hicieron los jacobinos con Robespierre a la cabeza (Ianni, 2009 y 2010). Cuando, en un contexto hiperinflacionario, los comerciantes, panaderos y productores de trigo ejercieron el derecho de disponer mediante el acaparamiento de su propiedad individual, este derecho se contradijo con el hambre del pueblo de París. Con lógica rousseauniana, los jacobinos impusieron precios máximos y autorizaron requisas. Por supuesto, esta acción de Robespierre y el conjunto de ese estado mayor revolucionario que fueron los jacobinos, respondía y empalmaba con las acciones de los sans – culottes  y los  enragés, expresiones políticas plebeyas, anónimas, protagonistas de las grandes jornadas revolucionarias, que sin haber leído a Rousseau llevaban a la práctica la acción necesaria para conseguir el pan. En estas acciones directas la participación de mujeres pobres fue determinante, como ocurre siempre que hay que enfrentar al Hambre, así con mayúsculas.

Sin revolucionarios no hay revolución

Eso decía con una inmensa capacidad de síntesis San Martín. Y respondía a una línea de impugnación (no la única) que desde siempre y hasta ahora lanza el campo contrarrevolucionario para combatir a la revolución: la idea de que en realidad nadie quería en estas tierras hacer una revolución anticolonial, de independencia. Así, desde la versión erudita y académica que plantea que si hubo una conmoción fue a causa de la crisis política europea que “rompió el pacto colonial” (nótese… ¿pacto colonial?) por el cual la soberanía retrovirtió a los pueblos; hasta la burda frase de un presidente hablando de la “angustia de quienes firmaron la independencia”.

Por el contrario, larga, muy larga es la historia de resistencias anticoloniales, de rebeliones y de intentos revolucionarios que, en una coyuntura propicia, moldearon la revolución. Jesús Santrich (2010), intelectual revolucionario nuestroamericano -actualmente sometido a prisión, montaje mediáticos y torturas de toda índole- en un texto esclarecedor reconstruye esta larga historia de resistencias; contra la idea de que la colonia se impuso rápidamente, Santrich demuestra que no hubo sólo día desde el 12 de octubre de 1492 en que no hubiera guerra en América a causa de que los invasores debían enfrentar la lucha de las y los de abajo.

La revolución tuvo momentos de confluencia entre un ala moderada y un ala radical. Pero esa confluencia siempre estuvo atravesada por el antagonismo irreductible entre ambos proyectos, disputa claramente reconstruida por Kohan (2013). Como alertaba Moreno, para un sector la cuestión se reducía en sacar al tirano español para convertirse en sí mismos en los nuevos tiranos. La colonia era para ellos la cadena que imponía el quinto real, el monopolio, el privilegio de los peninsulares a acceder a los más altos cargos y a los más sustanciosos negocios. El programa que se derivaba para estos criollos comerciantes y terratenientes era simple: gobierno propio (sin descartar alguna forma de mantenerse dentro del imperio con un reconocimiento de autonomía) y librecomercio. Fueron los “padres” de las oligarquías que construirían los estados nación de cara a Europa en la segunda mitad del siglo XIX, sobre la base del entierro del proyecto de Patria Grande.

Para el ala radical, en cambio, la colonia era sinónimo de tiranía. Y la tiranía tiene necesariamente a la cabeza un tirano, pero se apoya en una estructura social, económica y política. Para Moreno, Belgrano, Castelli, French, Monteagudo, Beruti, Güemes (Don Martín Miguel y Machaca), Padilla, Azurduy, San Martín y también para Artigas, Bolívar, Sáenz (y un larguísimo etcétera), pero también para los y las miles y miles que combatieron en las guerras y batallas de la primera independencia, tiranía era el sistema racista de castas que los invasores habían impuesto y que iba en contra de los “derechos naturales” de la humanidad.  En parte los nombres propios, los de los líderes y lideresas de la revolución parecerían mostrar que su pertenencia de clase y de casta o estamento, también los ubicaba en el sector privilegiado de la colonia. Sin embargo, la mayoría ellos y ellas no estaban en la cima del poder colonial y muchos habían vivienciado en sus propias biografías, como cuenta Ricardo Jiménez, la opresión de un sistema en el que los derechos y deberes derivaban de su color de piel, de su condición de nacimiento.

 

Lxs sujetxs de la historia

Pero si hubo líderes, la fuerza social y política revolucionaria fue mucho más amplia e incluyó a todas las “castas”: esclavizadxs, indígenas, mestizxs, “mulatxs”, etc. Esa inclusión se dio no sólo en la forma organizativa propia del proceso del pueblo en armas, las milicias y los ejércitos independentistas, sino a nivel programático. En el último texto que escribe como integrante de la Junta, el famoso Decreto de Supresión de Honores que es firmado hasta por Cornelio Saavedra, quien era el blanco de las críticas y figura emblemática de la revolución moderada, Mariano Moreno escribe:

“En vano publicaría esta Junta principios liberales, que hagan apreciar a los pueblos el inestimable don de su libertad, si permitiese la continuación de aquellos prestigios que por desgracia de la humanidad inventaron los tiranos para sofocar los sentimientos de la naturaleza.

“(…)La libertad de los pueblos no consiste en palabras ni debe existir en los papeles solamente. Cualquier déspota puede obligar a sus esclavos a que canten himnos a la libertad; y este cántico maquinal es muy compatible con las cadenas, y opresión de los que lo entonan. Si deseamos que los pueblos sean libres, observemos religiosamente el sagrado dogma de la igualdad. …”

El cambio de gobernantes y algunas leyes podía dar lugar (como dio efectivamente, una vez sellado el triunfo en Ayacucho) a un gobierno “criollo” manteniendo la esclavitud, la servidumbre indígena, la negociación con los representantes fácticos del poder colonial (grandes terratenientes, grandes comerciantes), la subordinación a otras potencias extranjeras, una educación exclusiva para algunos pocos. En cambio la igualdad, aun en los términos de igualdad en derechos, significaba cambiar el orden colonial de raíz.

Por eso, en el proceso revolucionario de comienzos del siglo XIX se sintetizan siglos de experiencias de resistencia, protesta y rebelión. Es en ese proceso en el que la fuerza social revolucionaria consigue plantear con claridad un programa de transformaciones que une a todas las “castas” oprimidas de la colonia. Esa fuerza de masas fue concentrada en términos de dirección por toda una camada de dirigentes revolucionarios radicales que no se contentaron con describir la miseria y la injusticia de la colonia, ni siquiera con plantear una serie de medidas de gobierno, sino que se pusieron a la cabeza de la lucha.

Definidos a acabar con la tiranía, Moreno se encargó de dotar al ala radical de un programa revolucionario sistemática y explícitamente formulado. El “Plan de Operaciones” presentado por Moreno el 30 de agosto de 1810 a la Junta fue muy preciso, tanto en el papel como en la práctica. «Su doctrina de pueblo en armas – resume Kohan-  proponía: (a) ejército independentista como fuerza ofensiva y expansiva de la revolución contra amenazas exteriores, no para reprimir interiormente; (b) no conquistar sino crear milicias propias en cada región; (c) “Todo hombre es soldado nato, amenazada la patria”; (d) Todos los pueblos —indígenas, criollos, negros, zambos— son iguales, “fundando la base de su igualdad en el mérito contraído en la defensa de la patria”; (e) eliminación de servidumbre indígena y lo más resistido: (f) reparto de tierras (impulsada por Castelli en el Alto Perú y realizada por Artigas en la Banda Oriental).»

A pesar de las numerosas y contundentes ratificaciones, la academia universitaria insiste en negar la veracidad del documento. No importan los análisis realizados por estudiosos que contrastan los planteos (y hasta la pluma) del Plan con escritos inéditos (Dürnhöfer, 1975) o con los artículos militares publicados en la Gazeta (Novayo, 1984), ni siquiera la correspondencia de aquel plan con los hechos, la negación de la autenticidad del documento se ha convertido en dogma de la academia.

Articulado a ello, la operación de negar y silenciar la participación anónima de miles y miles, o reducir esa participación a momentos puntuales, o presentarla sólo como “escenografía” de los grandes sucesos, muestra a las claras que los combates por la historia son combates por el presente. Reducir a los pueblos a algo pasivo, que no tiene voz, que no tiene decisión, e incluso que no tiene conflictos, es el modo de negarnos nuestra capacidad transformadora en la historia presente.

¿Estaba el pueblo (ese bajo pueblo de hombres de “poncho”) simplemente esperando, mirando expectante hacia la altura del Cabildo el 25 de mayo de 1810? Dicho de otro modo, ¿estaba el pueblo esperando que quienes estaban en la sala capitular hicieran la historia y les contaran los resultados? Nada más falso. De hecho, trabados los debates dentro del recinto -luego de que el ala radical lograra desbaratar la salida conciliadora que conformaba una junta que integraba al virrey Cisneros- fue ese pueblo venido de los arrabales el que organizado junto a French y Beruti, (verdaderos agitadores y organizadores de masas) amenazó con entrar y logró destrabar la situación. Esos “chisperos”, armados y con disposición y experiencia para usar las armas que portaban, organizados en la “legión infernal” carecían de la condición de “vecinos” por lo que no habían sido invitados al Cabildo Abierto. Para ser “vecino” había que ser blanco, en las categorías racistas del momento; propietarios, en las categorías clasistas que existen hasta hoy y varón, en la lógica patriarcal que el catolicismo colonial consagró como orden “natural”.  Sin embargo, negrxs, “mulatxs”, mestizxs, zambxs, carentes de propiedad, y mujeres[2] irrumpieron con su acción en el mundo de la política, haciendo volar en pedazos la legalidad colonial.

La conformación de la Primera Junta logró ser impuesta por esa articulación entre el afuera y el adentro del Cabildo de un ala radical. En las hojas firmadas que presentan en apoyo  la integración que finalmente sería aprobada, tanto French como Beruti estampan su firma junto a la leyenda (“y por 600 más”). Aprovechando la severa crisis del poder español, la revolución se levantaba en el Río de la Plata y en todo el continente. Su grito de ¡Libertad! fue un toque de Diana.

“El clarín de la guerra, cual trueno, / en los campos del Sud resonó.”

Como enseña la historia, y como decía la versión sin recortar del himno que titula este apartado, destruir la tiranía colonial implicaba la guerra. Al decir de Gramsci, la correlación de fuerzas había llegado al momento político – militar. Fueron por lo menos quince años de guerra en Sudamérica. La distancia que construye la historia de vitrina, empaquetada para efeméride, entre esos procesos y nuestra subjetividad resulta en que la mayoría de quienes transitan el sistema educativo tengan a lo sumo una noción confusa y vaga de ese proceso.

Por supuesto, también pesa la apropiación que los sectores más reaccionarios del poder han hecho de las gestas de independencia, de sus héroes y símbolos. Ya lo decía Walter Benjamin: ni los muertos estarán a salvo si el enemigo vence, y el enemigo no ha dejado de vencer. Sin embargo, nada más lejos de las clases dominantes que construyeron el estado – nación que aquellas luchas que gritaban igualdad, que peleaban a muerte contra los opresores, que proponían la expropiación de las grandes fortunas, la construcción de un nuevo tipo de ejército basado en la ciudadanía y no en las castas, y la construcción de una Patria Grande.

Por otra parte, del retorno a la democracia para acá la historiografía oficial de la revolución ha proyectado al pasado la noción de que a la violencia hay que condenarla “venga de donde venga”. La relación  entre una revolución continental y una guerra continental en la que operaron múltiples fuerzas internacionales[3] ha quedado fuera de la memoria oficial. No es casual que la mirada “progresista”, con su afán por lo políticamente correcto, haya desarrollado un enfoque didáctico (e ideológico) de la revolución desde la vida cotidiana, rayana al costumbrismo. Justamente, mientras la vida cotidiana es el lugar de la reproducción, la revolución es la alteración del orden vigente.

En la historia hecha a medida de la democracia burguesa, cuando aparecen menciones a la guerra, se las desvincula del proyecto revolucionario. Y significativamente, las escasas menciones al uso de la violencia apuntan al campo revolucionario y no al de la contrarrevolución. Así, el fusilamiento de Liniers tiene más difusión que las masacres de José Manuel de Goyeneche. Tampoco se explicita y se reflexiona sobre la diferencia de naturaleza entre la violencia revolucionaria y la violencia impuesta por la colonia. ¿Cómo garantizó una minoría mantenerse en el poder durante tres siglos? No fue el consenso, no fue la aceptación, sino el ejercicio de una sistemática violencia simbólica (evangelización, otrocidio) y violencia material.

Las torturas que hasta el día de hoy todo régimen de clase aplica, eran legales en la colonia. La “justicia” determinaba esas penas que tenían una vocación de terror sobre la población. Pongamos tan sólo un ejemplo para ilustrar los métodos de ese régimen de terror que fue la colonia. Citamos un mínimo fragmento de la mucho más extensa y detallada sentencia a Túpac Amaru (Lewin, 1973, pp. 151-152):

“debo condenar, y condeno a José G. Túpac Amaru, á que sea sacado a la plaza principal y pública de esta ciudad, arrastrado hasta el lugar del suplicio, donde presencie la ejecución de las sentencias que se diesen a su mujer, Micaela Bastidas, a sus dos hijos, Hipólito y Fernando Túpac Amaru, á su tío Francisco Túpac Amaru, y á su cuñado Antonio Bastidas, y a algunos de sus principales capitanes y auxiliadores de su inícua y perbersa intención o proyecto, los cuales han de morir en el propio día; y concluidas estas sentencias, se le cortará por el verdugo la lengua, y después amarado o atado por cada uno de los brazos o pies, con cuerdas fuertes y de modo que cada una de estas se pueda atar, ó prender con facilidad á otras que prendan de las cinchas de cuatro caballos; para que, puesto de este modo (…) arranquen á una voz los caballos, de forma que quede dividido su cuerpo en otras tantas partes, llevándose este, luego que sea hora. Al cerro o altura llamada de Picchu, á donde tuvo el atrevimiento de venir á intimidar, citiar, y pedir que se le rindiese esta ciudad, para que allí se queme una hoguera (…) y en cuyo lugar se pondrá una lápida de piedra que exprese sus principales delitos y muerte, para solo memoria y escarmiento de su execrable acción.”

Esto y no otra cosa era el poder colonial. Quienes con una mirada eurocéntrica todavía hoy hablan de “progreso”, de “desarrollo de fuerzas productivas” es esto lo que están reivindicando. Entonces, ¿cómo no iba a ser legítimo que cuando pudo sacudirse el yugo el pueblo se viera obligado a recurrir a la fuerza? Liniers, y muchos realistas y contrarrevolucionarios, fueron ejecutados, pero jamás se ordenó nada ni remotamente semejante a esta tecnología de tortura. Los genocidas del siglo del XX son los herederos de ese terror contrarrevolucionario, y no de quienes pusieron su vida para construir una sociedad que observara “religiosamente el sagrado dogma de la igualdad”.

Entonces, la guerra fue la continuación de la política revolucionaria. No sólo se innovó en cuestiones de táctica, sino que hubo una nueva doctrina, una nueva concepción que se sintetizó en la noción de pueblo en armas. Lejos de ser “carne de cañón” muchos hombres y mujeres esclavizados se sumaron a combatir la colonia que los compraba y vendía. Muchos hombres y mujeres originarios compartieron la vinculación que toda el ala radical hizo entre su gesta y la de quienes resistieron la invasión. El bajo pueblo participó en política y también en las milicias y ejércitos auxiliadores de pueblos. Muchas mujeres fueron parte de esa historia, y no como cocineras o enfermeras, o bordando banderas, sino peleando lanza y espada en mano (Baizán, 2017): Juana Azurduy, María Remedios del Valle (madre de la patria), Machaca Güemes y tantas otras en toda la extensión del continente.

Cuando en los campos de batallo se venció a los realistas, el ala moderada, aquella que tenía un programa mínimo y no pocas coincidencias con la contrarrevolución, pasó a la ofensiva para aniquilar el proyecto de revolución radical. Así ocurrió en casi toda la región, con la excepción del Paraguay que luego, entre 1864 y 1870, sería ahogado en sangre por la Triple Alianza de Argentina, Brasil y Uruguay bajo el mando y designio de Inglaterra.

Este país, es nuestro país

Poco más de doscientos años han pasado del 25 de mayo de 1810. Volver sobre aquel proceso es una necesidad para construir la segunda y definitiva independencia, debemos conocer nuestras raíces. En un escenario en el que el contrato social es esgrimido para justificar por adelantado el disciplinamiento del conflicto y de la movilización, en una coyuntura en que la política parece reducirse a la mecánica electoral de la burocracia burguesa, en una etapa en la que todavía pesa aquello del “fin de la historia” despejando el campo a la adaptación y al posibilismo como único marco de acción, necesitamos apropiarnos de las espadas que quedaron entre los escombros para dar las peleas actuales.

Domingo French nos dejó un mensaje: «Este mundo es nuestro mundo; este país, nuestro país; esta sociedad, nuestra sociedad: ¿quién tomará la palabra si no la tomamos nosotros? ¿Quién pasará a la acción si no somos nosotros?»  Bolívar complementó la orientación en una carta al general Páez de 1819: «¡Lo imposible es lo que nosotros tenemos que hacer, porque de lo posible se encargan los demás todos los días!» Y mucho más acá, el revolucionario y poeta salvadoreño, Roque Dalton remató: «El deber de todo revolucionario es ser por lo menos más revolucionario que la burguesía más “revolucionaria”»

25 de mayo de 2019

Notas:

[1] Como tantos otros pensadores revolucionarios, lamentablemente, Rousseau no nos incluyó a las mujeres en esa concepción. Pero lo importante es el enorme avance que representa respecta de su tiempo, y a la vez, más allá de él, o incluso a su pesar, bien se puede fundamentar en su misma afirmación el derecho (y el deber) de las mujeres de conquistar nuestra libertad.

[2] Lamentablemente, la muestra estable del Cabildo de Buenos Aires representa a las mujeres a través de un vestido. No sólo el estereotipo de esta representación, sino su claro contenido de clase, colabora en ocultar la participación de muchas mujeres de otras “castas”. Además, contrasta con el documento que lo acompaña que da cuenta del estupor de los varones ante mujeres que se reunían a hablar de política.

[1] La maravillosa novela de Bonasso, La venganza de los patriotas, echa luz sobre el rol de la Santa Alianza en la contrarrevolución americana, aspecto muy poco difundido.

Bibliografía consultada

AAVV, 2016, América Insurrecta. Revolución y Guerras de Liberación por la Patria Grande, Ediciones La Llamarada – Ediciones A Vencer, Buenos Aires.

Baizán, Mariana (2017), Libertarias, mujeres que dejan huella, Chirimbote – Las Juanas Editoras, Buenos Aires.

Bonasso, Miguel (2016), La venganza de los patriotas, Txalaparta, Nafarroa.

Dürnhöfer, Eduardo (1975), Artículos que la «Gazeta» no llegó a publicar, Buenos Aires.

Ianni, Valeria (2009), “Vindicación de Robespierre” (artículo), Sudestada, Año 8, Nº 79, junio.

Ianni, Valeria (2010), La Revolución Francesa, Ocean Sur, México D.F.

Jiménez A., Ricardo, “San Martín, al importancia del color de la piel”, 2016.

Jiménez A., Ricardo, El cabalgar de Túpac Amaru por la más alta de las formas de memoria: el presente.

Kohan, Néstor (2013), Simón Bolívar y nuestra independencia. Una lectura latinoamericana, Amauta Insurgente – Yulca – La Llamarada, Buenos Aires.

Lewin, Boleslao (1973), Vida de Túpac Amaru, Instituto Cubano del Libro, Cuba.

Mariano Moreno, “Prólogo a la traducción de El contrato social de Rosseau”, 1810.

Novayo, Julio C (1984), Mariano Moreno, secretario de Guerra, Editorial Cartago, Buenos Aires.

Primera Junta de Gobierno (redacción de Mariano Moreno), “Decreto de Supresión de Honores”, 1810

Rousseau, Jean Jacques (1997), El Contrato Social, Ediciones Altaya, Barcelona.

Santrich, Jesús (2010), El grito de independencia, o la concreción del sueño del Libertador.

[1] Como tantos otros pensadores revolucionarios, lamentablemente, Rousseau no nos incluyó a las mujeres en esa concepción. Pero lo importante es el enorme avance que representa respecta de su tiempo, y a la vez, más allá de él, o incluso a su pesar, bien se puede fundamentar en su misma afirmación el derecho (y el deber) de las mujeres de conquistar nuestra libertad.

[2] Lamentablemente, la muestra estable del Cabildo de Buenos Aires representa a las mujeres a través de un vestido. No sólo el estereotipo de esta representación, sino su claro contenido de clase, colabora en ocultar la participación de muchas mujeres de otras “castas”. Además, contrasta con el documento que lo acompaña que da cuenta del estupor de los varones ante mujeres que se reunían a hablar de política.

[3] La maravillosa novela de Bonasso, La venganza de los patriotas, echa luz sobre el rol de la Santa Alianza en la contrarrevolución americana, aspecto muy poco difundido.

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