1870. La era del capital parece haber llegado para quedarse. Sobre las barricadas aplastadas de la revolución de 1848, Francia ha reconstruido un imperio a imagen y semejanza de la gran burguesía. Burgueses, terratenientes, comerciantes, banqueros y curas dejan a un lado las disputas de ayer para aunarse en la construcción de un orden en el que no hay nada más sagrado que la propiedad privada y la explotación de trabajo ajeno. Las condiciones de trabajo y de vida de las mayorías son miserables. Niños y niñas trabajan desde temprana edad. Las enfermedades se propagan

1870. Gran Bretaña domina los mares, la industria y el dinero. Pero Francia busca ponerse al día, mientras Prusia unifica Alemania y la casa de Saboya hace lo propio en Italia. Todas las potencias, consolidadas o en camino de hacerlo, se lanzan a la conquista de tierras y pueblos en Asia y África. Y Prusia choca con Francia, se inicia la guerra. El “invencible” ejército de Luis Bonaparte es vencido. El Napoleón de la versión en farsa de la historia capitula. Los y las obreras obligan a la Asamblea a proclamar la república. Se inicia una relación duradera, aquella que vincula guerra interimperialista con revolución obrera.

Se forma un Gobierno de Defensa Nacional provisional. El ejército prusiano avanza y el Gobierno de Defensa se traslada (se fuga, más bien) de París a Versalles. Ya es octubre de 1870 y el nuevo gobierno se dispone a firmar la rendición. Pero los trabajadores y secciones completas de la Guardia Nacional se sublevan, al frente está el socialista Louis Auguste Blanqui (nota 1: no olvidar que la ortodoxia que antes del Che y del guevarismo, la acusación a los sectores radicales de la revolución era la de “blanquista”). Toman el gobierno, forman un Comité de Seguridad Pública pero esta experiencia dura unos pocos días y Blanqui es arrestado.

1870. El ejército prusiano cierra el cerco sobre Gobierno de Defensa Nacional. Incapaz de hacer frente al enemigo externo, el poder de Versalles no duda en mandar a las tropas a disparar contra la multitud. Dispuesto a rendirse, dispuesto a pagar cinco mil millones de francos, dispuesto a ceder las ricas en hierro Alsacia y Lorena, no está dispuesto el Gobierno de la Francia oficial a dejar las armas en manos del pueblo.

18 de marzo de 1871. El Gobierno de Versalles envía 4.000 soldados a tomar los cañones de la Guardia Nacional apostados en la colina de Montmartre, en el suburbio proletario del distrito XVIII de París.  Pero esto no fue posible. Los obreros y las obreras habían ya formado comités de vigilancia. Y fue el Comité de vigilancia Femenina, cuya presidenta electa era Louise Michel, quien lo impidió.

«Las mujeres de París cubrieron los cañones con sus cuerpos. Cuando los oficiales ordenaron a los soldados a disparar, éstos se negaron. El mismo ejército que dos meses más tarde sería utilizado para aplastar a París, ahora no quiso ser cómplice de la reacción. (…) Este día, el 18 de marzo, el pueblo despertó. Si no hubiera despertado, el triunfo hubiera sido de algún rey. En vez de eso, fue el triunfo del pueblo. El 18 de marzo hubiera podido pertenecer a los aliados de reyes, o a extranjeros, o al pueblo. Fue del pueblo…» Louise Michel, Mémoires[1]

Por primera vez en la historia, una clase explotada y oprimida ensayaba el ejercicio del poder. Mucho de todos los programas escritos y sobre todo puestos en práctica en revoluciones desde entonces tienen en las medidas de la Comuna de París su referencia. Hubo errores, como ocurre en cualquier proceso vivo. Pero la burguesía tembló. Nada volvería a ser igual. La revolución obrera había dejado de ser una promesa, para ser una realidad.

A 147 años de su inicio, ¡Viva la Comuna!

[1] Citado en Louise Michel, editado por Nic Maclellan, Vidas Rebeldes, Ocean Sur, 2006, p. 40

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