Por María del Carmen Verdú
«El juez necesitará elementos probatorios, nosotros no tenemos que probar lo que hacen las fuerzas de seguridad. La versión de las fuerzas es de carácter de verdad para nosotros.» Patricia Bullrich, ministra de Seguridad de la Nación.
«El beneficio de la duda siempre lo tiene que tener la fuerza de seguridad. Ante la violencia, los únicos que tienen legitimidad son las fuerzas de seguridad que nosotros elegimos para pararla. Es la decisión que hemos tomado como Estado.» Gabriela Michetti, vicepresidenta de la Nación.
El río no lo mató
El viernes 24 de noviembre se conocieron las conclusiones de la autopsia de Santiago Maldonado. “Asfixia por sumersión coadyuvada por hipotermia” fue la frase repetida hasta el cansancio, como si la comprobación de la causa de la muerte dijera algo sobre el mecanismo y las circunstancias en que se produjo, sobre cuándo, cómo y dónde murió Santiago. No sabemos siquiera si fue el 1º de agosto, porque se utilizaron tres métodos para determinar la data de la muerte, que dieron resultados diferentes: “por lo menos 53, 60 o 73 días”. Tampoco sabemos si murió en el mismo lugar en que fue encontrado 78 días después de su desaparición, por qué estaba río arriba, cómo fue que con tanto tiempo sumergido sus huellas dactilares estaban intactas, cómo no fue avistado en los tres rastrillajes que se hicieron en la misma área, o por qué no lo vieron las mujeres de la comunidad que a diario pasan por la loma que bordea el sitio para buscar agua.
Los defensores y propagandistas del gobierno inmediatamente salieron a exigir que la familia y todos los que venimos denunciando la responsabilidad estatal en la desaparición y muerte de Santiago, pidiéramos disculpas y nos olvidáramos del asunto. En cambio, los que tenemos alguna experiencia en la lucha antirrepresiva, y contamos con buenos registros para auxiliar la memoria, sabemos que ni el hallazgo del cuerpo en el agua, ni la determinación del ahogamiento como causa de la muerte son circunstancias inusuales en casos de desaparición forzada de personas.
Tampoco es una práctica nueva. Víctor Balbuena tenía 20 años en 2003 cuando la policía lo detuvo a la salida de una bailanta en Concordia. Días después apareció semisumergido en un arroyo. Cuatro policías fueron condenados a prisión perpetua por tortura seguida de muerte. La lista incluye a muchos otros, como Ismael Sosa, Nino Largueri, Néstor Gutiérrez, Marcelo Painepe, Raúl Valentín Flecha, Omar Andrés Peralta, Daniel Néstor Patricio o Adrián Gustavo Cuta. Y unos cuantos periodistas harían bien en acordarse de su compañero Mario Bonino, desaparecido y encontrado tiempo después en las turbias aguas del Riachuelo.
Franco Casco, un pibe de 20 años de Florencio Varela, desapareció el 7 de octubre de 2014 en Rosario, adonde había viajado a visitar a su tía. Fue visto por última vez cuando lo llevaban detenido a la comisaría 7ª. “Le dimos la soltura y se fue”, juraron los policías. El cuerpo apareció flotando en el río Paraná 23 días después. La autopsia concluyó “No hay lesiones externas ni internas. Tampoco hay signos de afecciones previas, como un infarto; ni lesiones vitales”. Tres años de lucha después, hoy hay 30 policías procesados y 15 presos por el delito de desaparición forzada de persona.
Como Franco, Alejandro Ponce y Gerardo Escobar fueron encontrados flotando en el Paraná, semanas después de haber desaparecido tras una detención policial, ambos en 2015. Las familias de los tres veinteañeros se movilizan en Rosario con la misma consigna: “El río no los mató”.
La decisión del Estado
El sábado 25 de noviembre, mientras la familia Maldonado velaba a Santiago en su ciudad natal, un grupo operativo de los Albatros, el cuerpo de élite de la prefectura, fusiló a Rafael Nahuel, un pibe mapuche de 22 años que había escapado el jueves hacia la montaña, junto a otros pobladores de su comunidad, durante el ataque para desalojar la Lof Lafken Winkul Mapu en Villa Mascardi, cerca de Bariloche. Cuando intentaban volver hacia el territorio de la comunidad, los interceptó la célula de prefectos, que los atacó con rá- fagas de sus pistolas ametralladora MP5, con munición 9mm.
Según la ministra Patricia Bullrich, cuatro prefectos se toparon con un grupo “de 15 a 20 personas encapuchadas, con máscaras antigases de tipo militar y banderas con lanzas que en sus puntas tenían atados cuchillos” que los agredieron “con piedras, boleadoras y lanzas”, mientras la patrulla “repelió el ataque con un arma no letal con munición de pintura”. El relato sigue con “gritos de guerra” y “armas de fuego calibre .22 y .38”, porque los perspicaces prefectos “se dieron cuenta del calibre de las balas porque arrancaron ramas gruesas de cuajo”. Novedoso método de pericia balística que debo reconocer que ignoraba que existiera.
Lo más notable de la historia, a la que sólo le falta John Wayne rogando que llegue el 7º de Caballería para evitar que le arranquen la cabellera, es que el feroz ataque de los mapuches debió ser perpetrado de espaldas a los prefectos, porque todos los proyectiles, los que hirieron a Diego y Johana, y el que mató a Rafael, ingresaron de atrás hacia adelante. Tampoco explica cómo, sin sufrir un rasguño, los pobres y desvalidos prefectos arrestaron en ese momento y lugar a Lautaro Alejandro Gonzá- lez y Fausto Jones Huala, que resignaron escapar a salvo para terminar de bajar la montaña cargando a Rafael, en un intento inútil, pero que los dignifica, por salvar la vida del compañero.
La versión ministerial contrasta también con la descripción de los Albatros que se puede leer en el sitio web del ministerio de Seguridad: “Fuerza de operaciones policiales, organizada, instruida, adiestrada y equipada para responder rápida y eficientemente requerimientos del servicio que puedan desbordar la capacidad operativa de los servicios policiales regulares”, especialista en situaciones de “sabotaje, atentados, disturbios, estallidos sociales o contingencias fortuitas o provocadas, que hagan necesario el concurso de personal específicamente adiestrado para el restablecimiento y mantenimiento del orden público, garantizando la libertad de trabajo [o sea, especializados en romper huelgas]”.
Más graves todavía fueron las palabras de la vicepresidenta, y las de la ministra Bullrich, junto a su par Garavano, una vez confirmado pericialmente el calibre del proyectil que entró por el glúteo de Rafael, y que terminó en su axila, porque además de estar de espaldas trataba de volver a subir al monte.
Al “No necesitamos pruebas … la versión de la prefectura es la verdad” de Bullrich se sumó lo de Michetti, con la nueva tesis del “in dubio, pro represores” y una lapidaria afirmación: “Es la decisión que hemos tomado como Estado”. Nunca fue dicho con tanta claridad, desde la primera línea de un gobierno nacional, lo que sostenemos desde siempre: No son errores, abusos ni excesos. No son fuerzas descontroladas o a las que “les soltaron la mano”. Es el brazo armado del estado, dirigido por el gobierno con mano de hierro. La represión es una política de estado, y hoy la conduce el gobierno de Cambiemos.
Éste, y no otro, es el escenario que nos toca enfrentar. El de un gobierno que para garantizar los privilegios de los suyos, como Benetton y Lewis, no sólo está dispuesto a reprimir “sin límite”, como cerró Bullrich en la conferencia de prensa, sino que lo reivindica sin eufemismos y sin medias tintas.
Una decisión de estado, una política de estado explícita y criminal que requiere más que nunca de la unidad de acción callejera, con toda la coordinación que seamos capaces de gestar, y lucha, más lucha organizada.