Allá por enero de este año, en Santa Catalina, uno de los asentamientos más antiguos de Montevideo, una señora marcó un terreno baldío para construir una casa a su hija y nietos. A los diez días, 700 familias ya se habían acoplado y estaban civilizando un quilómetro y medio cuadrado de tierra yerma. Sin proponérselo para nada, la buena señora había puesto de relieve la ausencia de planes de vivienda que cubrieran el déficit habitacional de los más sumergidos.
Es la vieja tradición del movimiento popular uruguayo hacer por sí mismos lo que no hace el Estado.
Otro hecho significativo: a una semana de comenzada la cuarentena florecieron las ollas populares en los barrios, otra tradición de autoorganización solidaria cuya última manifestación había sido en el 2002. Como detrás de un palo, aparecieron decenas de miles de personas haciendo cola para llevarse un plato de comida. Es que la cuarta parte de la población activa trabaja en condiciones precarias, por afuera de las leyes laborales y sin contar con protección sindical. La pandemia ha tenido la virtud de poner de manifiesto que la tercera parte de la población, más un millón de personas, están en condiciones de suma vulnerabilidad.
Los hechos están cuestionando el poema demagógico de la reducción de la pobreza, así como el criterio de medirla en función de una canasta de productos básicos. Cuantificación cuyo complemento es la estrategia del asistencialismo, empujar los pobres con bonos y tarjetas, para que pasen al otro lado de la “línea de pobreza” y se eleven a consumidores de cuarta o quinta categoría. Claro que, luego, al menor soplo, rodarán cuesta abajo en la pirámide. La marginación y la exclusión son consecuencias sociales de la reproducción ampliada y solamente se erradicarán en la medida que ese pueblo de la informalidad se alfabetice, logre comprender la realidad que los reduce a la pobreza y los prepare para luchar y dar sepultura al capitalismo.
En quince años legalizaron el aborto, la venta de marihuana y el matrimonio igualitario, pero, al mismo tiempo, gracias a su política económica, el capital bancario y los dueños de la tierra incrementaron al máximo sus ganancias. Los gobiernos progresistas apostaron a las inversiones extranjeras y a honrar la deuda externa, fueron los mejores de la clase y, gracias a ello, reciben aplausos de las calificadoras de riesgo. Se predicaba el control de “los mercados” por el Estado, pero, en la práctica, se implementaron políticas de exoneración fiscal y de Zonas Francas en favor de las inversiones extranjeras. Mecanismos que, años atrás, habían sido rechazados por el Frente Amplio cuando lo introdujeron los gobiernos de la derecha neoliberal. Hicieron (hacen) gárgaras con la democracia liberal y la agenda de derechos sin atreverse a tocar las relaciones de propiedad ni la acumulación de riqueza.
Desde el Pacto del Club Naval en 1985 quedaron comprometidos con la impunidad del terrorismo de Estado, investigaron muy poquito, lo suficiente para conformar a sus más fieles feligreses. Sus mayorías electorales les permitía gobernar a lo Salvador Allende, pero no quisieron saltar la valla y gobernaron a lo Batlle, reformismo de principios del siglo XX, de neto carácter burgués. Resultado: el Frente Amplio perdió las elecciones ante una coalición multireaccionaria, cultora de la fe neoliberal, integrada por mayordomos de los centros mundiales del capitalismo, por operadores del Departamento de Estado y por el novísimo partido militar.
La aristocracia financiera propietaria del mundo, cuyos apetitos provocaron el terremoto financiero que venían registrando todos los sismógrafos, aprovechó el temporal y responsabilizó al coronavirus de la recesión y de todas las plagas que azotan la humanidad. Además, como necesitan que el salario pague sin protestar la recomposición de la reproducción ampliada y de la tasa de ganancias, emplean la peste para amedrentar a las masas, siembran semillas de espanto y de “distancia social”, acostumbran la gente a dejarse “organizar” desde arriba y, en fin, a estar vigilada con medios electrónicos y presencia policial. Es la vaselina ideológica liberal que siempre precede la instalación de la violencia institucionalizada, la excusa perfecta para avanzar hacia la sociedad bajo control. Cuando el modo pacífico de dominación deja de servirles, salen a luz el palo, la reja y la bala, los recursos últimos de la democracia liberal y representativa.
Hay otro tipo de vaselina, más sutil: “al coronavirus lo venceremos entre todos”, que convoca unirse para la salvación nacional, por encima de las clases sociales y de las definiciones ideológicas, un nuevo pacto de la Moncloa o la Concertación Nacional que fracasó en el Uruguay de 1985. Es la vieja canción socialdemócrata entonada por los diversos progresismos de América del Sur con idéntica finalidad: arrastrar al electorado al trampero y dejar la sociedad tal como está.
Sin embargo, liberales y progresistas olvidan que las últimas grandes catástrofes de la historia produjeron las grandes revoluciones sociales. La primera guerra mundial cosechó la revolución rusa de 1917 y la tentativa de 1918 en Alemania, mientras que la segunda abrió las puertas a la Revolución en China y luego las de Corea y Vietnam. Hasta en los períodos de resignación y sometimiento pacífico, las tradiciones de lucha y rebeldía popular continúan recorriendo los subterráneos de la consciencia y, cada tanto, espontáneamente, emergen hechos que traducen esa capacidad potencial para organizar su propio poder (ocupación de tierras en Santa Catalina, decenas de ollas populares por todo el país). Un buen día, los pueblos ganarán calles y plazas como hizo el chileno, luego de 30 años de ficción democrática. La vía pacífica de opresión siempre acaba en “la más hortera de todas las guerras”, vaticinaba Luis Eduardo Aute.
Luego de esta catástrofe del coronavirus, la historia puede ser conducida hacia uno u otro rumbo: recomposición del capital o revolución social, socialismo o barbarie.
Dependerá de la voluntad de centenas de miles de pequeñas mujeres y pequeños hombres, de su responsabilidad social y de que comprendan la necesidad de hacer su revolución, de cómo se den maña para movilizarse masivamente y de cómo asuman un propósito netamente anticapitalista. Los pueblos, esas multitudes indignadas, son las que determinarán cómo y por dónde se escribirá la historia de las insurgencias del siglo XXI, sin su independiente y activo protagonismo, todo se reducirá a remedar las tragedias del siglo XX.
Los pueblos han aprendido a organizar directamente su contra violencia, a no delegar su responsabilidad política en aparatos que terminan sufriendo las mismas las enfermedades que todos los que monopolizan la política y el uso de las armas. Sin embargo, en el incendio también será esencial una primera línea, la de los militantes organizados, los que, bajo el aguacero del triunfalismo burgués, han sabido mantener encendidas las brasas de la insurgencia y del poder popular. En todo caso, será una rebelión inteligente, con la militancia tomando forma de masas y las masas haciéndose militantes, la insurrección de una retaguardia indistinguible de la vanguardia, todas y todos iguales.
Jorge Zabalza
(11 de abril de 2020, Día de la Identidad Indígena y de la Nación Charrúa)