
Un 30 de octubre de 1910 nacía en Orihuela, una modesta localidad del sur de España, Miguel Hernández. Campesino, poeta, soldado, Hernández condensa en su breve vida y en su apasionante obra la imagen de una España que protagonizó una revolución inconclusa. A más de un siglo de su nacimiento, la vigencia de sus versos parece desmentir la artificial oposición que suele trazarse entre poesía y lucha cotidiana, entre palabra y acción, entre pueblo y belleza. Pero, sobre todo, la presencia viva de su poesía proyecta su voz rebelde, y relativiza la eficacia del crimen al que fue sometido tempranamente en las cárceles del franquismo.
Maneras de nacer
Miguel Hernández Gilabert llegó al mundo en un hogar modesto, en un pueblo también modesto. La España en la que fue dado a luz Hernández era, en muchos aspectos, bastante diferente a la actual: predominantemente campesina, con una economía notablemente menos desarrollada que la del resto de Europa, con un pueblo mayoritariamente pobre y con millones de analfabetos. El papel de la Iglesia Católica en España era por entonces de total presencia en la vida de las mayorías: esta institución poseía el manejo monopólico de los casamientos, y el registro de nacimientos y defunciones; controlaba casi por completo la educación en todos sus niveles; manejaba además sindicatos y editoriales. La Iglesia española no sólo acaparaba varias de las funciones civiles que no cumplía el Estado, gravitando con su oscurantismo sobre el terreno político e ideológico… Además, la Iglesia era una gran propietaria de terrenos, accionista en empresas estratégicas y era dueña de centenares de imponentes edificios. Orihuela, vinculada con la jerarquía eclesiástica desde la Edad Media, no escapaba de estas ataduras. Hernández tampoco.
Hijo de un austero vendedor de cabras y una humilde ama de casa, ambos sin mayor instrucción, Miguel conoció desde pequeño las privaciones y el trabajo. Pudo cursar unos pocos años de educación formal, en manos de los curas. Luego, como gran autodidacta, frecuentó bibliotecas varias, algunas de ellas también relacionadas con la Iglesia, aunque luego ampliaría su horizonte bibliográfico e ideológico. Alternó las tareas de pastoreo del rebaño de cabras de su padre, en el que se empleó desde niño, con lecturas de poetas clásicos y contemporáneos. En los montes, escribió versos bucólicos, también tempranamente.
Pasada su adolescencia, y en busca de un horizonte que escapase a la quietud y conservadurismo de su pueblo, viajó en diversas ocasiones a Madrid. Allí se contactó con una realidad diversa desde lo social y también lo literario. Conoció a las vanguardias, frecuentó a Tuñón, Lorca, Alberti, Neruda, Aleixandre. Con algunos de ellos trabó amistad. Cuando estalló la Guerra Civil, en 1936, aquél que fuera un joven católico tutelado por la derecha de su pueblo, se encontró enrolado voluntariamente en el bando republicano, ya “arrepentido de haber hecho cosas al servicio de Dios y de la tontería católica”, según él mismo escribiera poco antes (carta al editor Juan Guerrero Ruiz; 1935).
El que firmaba crónicas de guerra, escribía poemas de condena hacia la burguesía y los curas, y cantaba a su pueblo en armas, portando un fusil él también, era un hombre nuevo, distinto. Parido al calor del combate, como otros millones.
Viento del pueblo
“Este cantor de las trincheras, este hombre salido de la más profunda entraña popular, produce, en efecto, una impresión enérgica y simple. Si le vierais pasar a vuestro lado sin conocerle, jamás os asaltaría la sospecha de que es un escritor, un poeta de primerísimas calidades, sino que le creeríais un oscuro peón, un pobre pastor de visita en la ciudad. ¿Un pastor? Pues sí. Un pastor. Pastor de cabras fue Miguel Hernández hasta hace tres años. Pastor, cuando ya había escrito los versos que iban a dar a conocer su nombre en los círculos literarios de España. Y de pastor viste todavía, como le vi yo en las sesiones del Congreso de Escritores Antifascistas y como lo he seguido viendo desde entonces en todos los actos políticos o literarios en que nos hemos hallado juntos”.
Así lo describe y reseña, asombrado, el cubano Nicolás Guillén en el año 1937, en su semblanza “Un poeta en esparteñas”. Hernández tenía por entonces 26 años, tres libros de poemas publicados; una esposa y “medio hijo”, como le había dicho al entrevistador, dado que en breve sería padre. Su producción poética de este período es vibrante y genuina. Muchas veces en verso corto, recupera y actualiza -como muchos poetas hicieron por entonces- la tradición popular del romancero español. Tanto en Viento del pueblo (1937) como en El hombre acecha (1938) Hernández conjugará la belleza con las arengas, las imágenes potentes y originales, con los versos de combate. En el segundo de estos dos poemarios, su tono será más reflexivo, signado por la innegociable necesidad de la victoria, pero también acusando recibo por los estragos de la guerra y la pérdida de su pequeño hijo en el transcurso de ella, a causa de enfermedades que no pudo atender debidamente en medio de la escasez y las privaciones.
El epílogo de su vida, tras la derrota de la revolución española en manos del franquismo, estuvo marcado, como el de cientos de miles, por la cárcel y el ensañamiento de los vencedores. Hernández fue apresado y condenado a muerte por comunista y por escribir “para la causa del pueblo” y poseer “ideales antifascistas y revolucionarios”, según constará en su expediente judicial. Dicha pena fue conmutada luego por treinta años de prisión, aunque las extremas condiciones de encarcelamiento derivaron en una muerte prematura.
En febrero de 1942, a sus 31 años, Miguel Hernández fallecía de tuberculosis en prisión y sin la mínima atención médica.
Hoy, que nuestra América se pone de pie mediante un conjunto de rebeliones populares, los poemas de Hernández y su canto de ruiseñor nos recuerdan que en las barricadas también hay belleza, que la poesía no estará nunca del lado de los verdugos, y que los pobres del mundo, hermanados, más tarde o más temprano, venceremos:
“Si me muero, que me muera
con la cabeza muy alta.
Muerto y veinte veces muerto,
la boca contra la grama,
tendré apretados los dientes
y decidida la barba.
Cantando espero a la muerte,
que hay ruiseñores que cantan
encima de los fusiles
y en medio de las batallas.”
EL NIÑO YUNTERO
Carne de yugo, ha nacido
más humillado que bello,
con el cuello perseguido
por el yugo para el cuello.
Nace, como la herramienta,
a los golpes destinado,
de una tierra descontenta
y un insatisfecho arado.
Entre estiércol puro y vivo
de vacas, trae a la vida
un alma color de olivo
vieja ya y encallecida.
Empieza a vivir, y empieza
a morir de punta a punta
levantando la corteza
de su madre con la yunta.
Empieza a sentir, y siente
la vida como una guerra,
y a dar fatigosamente
en los huesos de la tierra.
Contar sus años no sabe,
y ya sabe que el sudor
es una corona grave
de sal para el labrador.
Trabaja, y mientras trabaja
masculinamente serio,
se unge de lluvia y se alhaja
de carne de cementerio.
A fuerza de golpes, fuerte,
y a fuerza de sol, bruñido,
con una ambición de muerte
despedaza un pan reñido.
Cada nuevo día es
más raíz, menos criatura,
que escucha bajo sus pies
la voz de la sepultura.
Y como raíz se hunde
en la tierra lentamente
para que la tierra inunde
de paz y panes su frente.
Me duele este niño hambriento
como una grandiosa espina,
y su vivir ceniciento
revuelve mi alma de encina.
Lo veo arar los rastrojos,
y devorar un mendrugo,
y declarar con los ojos
que por qué es carne de yugo.
Me da su arado en el pecho,
y su vida en la garganta,
y sufro viendo el barbecho
tan grande bajo su planta.
¿Quién salvará a este chiquillo
menor que un grano de avena?
¿De dónde saldrá el martillo
verdugo de esta cadena?
Que salga del corazón
de los hombres jornaleros,
que antes de ser hombres son
y han sido niños yunteros.
Miguel Hernández; en Viento del pueblo (1937)
VIENTOS DEL PUEBLO ME LLEVAN
Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran,
me esparcen el corazón
y me aventan la garganta.
Los bueyes doblan la frente,
impotentemente mansa,
delante de los castigos:
los leones la levantan
y al mismo tiempo castigan
con su clamorosa zarpa.
No soy un de pueblo de bueyes,
que soy de un pueblo que embargan
yacimientos de leones,
desfiladeros de águilas
y cordilleras de toros
con el orgullo en el asta.
Nunca medraron los bueyes
en los páramos de España.
¿Quién habló de echar un yugo
sobre el cuello de esta raza?
¿Quién ha puesto al huracán
jamás ni yugos ni trabas,
ni quién al rayo detuvo
prisionero en una jaula?
Asturianos de braveza,
vascos de piedra blindada,
valencianos de alegría
y castellanos de alma,
labrados como la tierra
y airosos como las alas;
andaluces de relámpagos,
nacidos entre guitarras
y forjados en los yunques
torrenciales de las lágrimas;
extremeños de centeno,
gallegos de lluvia y calma,
catalanes de firmeza,
aragoneses de casta,
murcianos de dinamita
frutalmente propagada,
leoneses, navarros, dueños
del hambre, el sudor y el hacha,
reyes de la minería,
señores de la labranza,
hombres que entre las raíces,
como raíces gallardas,
vais de la vida a la muerte,
vais de la nada a la nada:
yugos os quieren poner
gentes de la hierba mala,
yugos que habéis de dejar
rotos sobre sus espaldas.
Crepúsculo de los bueyes
está despuntando el alba.
Los bueyes mueren vestidos
de humildad y olor de cuadra:
las águilas, los leones
y los toros de arrogancia,
y detrás de ellos, el cielo
ni se enturbia ni se acaba.
La agonía de los bueyes
tiene pequeña la cara,
la del animal varón
toda la creación agranda.
Si me muero, que me muera
con la cabeza muy alta.
Muerto y veinte veces muerto,
la boca contra la grama,
tendré apretados los dientes
y decidida la barba.
Cantando espero a la muerte,
que hay ruiseñores que cantan
encima de los fusiles
y en medio de las batallas.
Miguel Hernández; en Viento del pueblo (1937)
PUEBLO
Pero ¿qué son las armas: qué pueden, quién ha dicho?
Signo de cobardía son: las armas mejores
aquellas que contienen el proyectil de hueso
son. Mírate las manos.
Las ametralladoras, los aeroplanos, pueblo:
todos los armamentos son nada colocados
delante de la terca bravura que resopla
en tu esqueleto fijo.
Porque un cañón no puede lo que pueden diez dedos:
porque le falta el fuego que en los brazos dispara
un corazón que viene distribuyendo chorros
hasta grabar un hombre.
Poco valen las armas que la sangre no nutre
ante un pueblo de pómulos noblemente dispuestos,
poco valen las armas: les falta voz y frente,
les sobra estruendo y humo.
Poco podrán las armas: les falta corazón.
Separarán de pronto dos cuerpos abrazados,
pero los cuatro brazos avanzarán buscándose
enamoradamente.
Arrasarán un hombre, desclavarán de un vientre
un niño todo lleno de porvenir y sombra,
pero, tras los pedazos y la explosión, la madre
seguirá siendo madre.
Pueblo, chorro que quieren cegar, estrangular,
y salta ante las armas más alto, más potente:
no te estrangularán porque les faltan dedos,
porque te basta sangre.
Las armas son un signo de impotencia: los hombres
se defienden y vencen con el hueso ante todo.
Mirad estas palabras donde me ahondo y dejo
fósforo emocionado.
Un hombre desarmado siempre es un firme bloque:
sabe que no es estéril su firmeza, y resiste.
Y los pueblos se salvan por la fuerza que sopla
desde todos sus muertos.
Miguel Hernández; en El hombre acecha (1938)