Por Ricardo Jimenez A. / La Junta – Alba Movimientos Perú 

El lunes 30 de septiembre por la tarde, el Presidente del Perú, Martín Vizcarra, haciendo uso de facultades que le otorga la Constitución Política del país, decidió disolver el congreso de la República.

Era la crónica de una muerte anunciada o, más bien, largamente esperada. 

Un hito, sin duda, y muy posiblemente un punto de inflexión y cambio, en la persistente crisis política que se arrastra desde hace tres años. Cuando en 2016, el candidato presidencial Pedro Pablo Kuczynski (PPK), representante del neoliberalismo centrado en los grandes negocios y liberal en lo político, fue elegido con apenas décimas de porcentaje de votos de diferencia por sobre su contendora de segunda vuelta, Keiko Fujimori, hija y heredera del ex dictador Alberto Fujimori. 

Esta representante de la denominada  «derecha bruta y achorada (DBA)”, es decir, reaccionaria y retrógrada en todos los temas, con generalizada escasa educación y modales, al tiempo que con arraigado apego a la corrupción y a los métodos mafiosos y prepotentes, sin embargo, obtuvo una abrumadora mayoría de representantes en el congreso de la República. 

A partir de allí, la mayoría fujimorista en el congreso, con furgones de cola pequeños como las representaciones del partido aprista y otros, mantuvo una conducta permanente y ostentosamente pública de torpedear al ejecutivo e imponer su voluntad unilateral en todos los temas. Recurriendo para ello de manera persistente al abuso, la violación del reglamento del congreso y de numerosas normas incluyendo la Constitución Política. 

Esta conducta se sumó a la decisiva indignación ciudadana por el destape de los casos de corrupción, a partir del caso Odebrecht en Brasil, pero tan extendida y profunda que casi no existe un espacio del estado y la política peruana en que no se encuentren. Lo que generó un renovado impulso de lucha anti corrupción que terminó con la lideresa fujimorista encarcelada preventivamente desde noviembre de 2018 hasta la fecha, bajo investigación.  

El propio PPK debió renunciar a la presidencia y se encuentra también bajo prisión domiciliaria preventiva, siendo investigado por casos de corrupción, al igual que todos los ex presidentes vivos del Perú desde 1990 hasta 2016. Incluyendo a Alan García que se suicidó para evitar estas investigaciones y en buena medida evitar que se pesquisen activos producto de la corrupción en el ámbito de su familia y allegados.  

Ante la renuncia de PPK asumió por sucesión constitucional, el entonces vicepresidente y actual Presidente, Martín Vizcarra, hasta el fin de ese periodo que culmina en 2021. La mayoría fujimorista en el congreso mantuvo e intensificó con él su conducta de sabotaje e imposición unilateral en todos los planos. Al tiempo que los casos de corrupción siguieron destapándose y aumentando la indignación ciudadana. 

El Presidente Vizcarra, con tino político y el indiscutible apoyo mayoritario de la población, impulsó reformas políticas y judiciales que, aunque tímidas e iniciales, representaban una respuesta imprescindible a la situación cada vez más aguda de crisis y a la exigencia ciudadana.  

En ese escenario, la mayoría fujimorista tomó la evidente y pública estrategia de torpedear las reformas, negándose de plano o desvirtuándolas; favorecer la impunidad de infames ex autoridades corruptas, como el inefable ex fiscal de la nación, Pedro Chávarry, utilizando su poder congresal para bloquear al máximo las investigaciones, a pesar de la incontenible y masiva indignación popular en las calles. 

Así se explica que desde hace al menos un año, todas las encuestas, sin excepción, y la propia gente en la calle, pidiera con aplastante mayoría y literalmente a gritos al Presidente Vizcarra que cerrará constitucionalmente el Congreso.  Lo que no hizo a pesar de tener numerosas oportunidades para hacerlo ante los desplantes sin límite de esa mayoría.       

Hasta el final, esta Derecha Bruta y Achorada se ha mantenido fiel a su estilo y programa. Ante la propuesta legal del Presidente Vizcarra para solucionar la crisis adelantando las elecciones generales, irse todos, y que el pueblo elija un nuevo gobierno y un nuevo congreso, la mayoría fujimorista la saboteó y desechó, pretendiendo prolongar indefinidamente una situación insostenible. 

En ese escenario, el presidente usó su facultad legal para pedir que se detenga y se reformule el proceso de elegir jueces al Tribunal Constitucional, máximo árbitro jurídico del país, también afectado por la corrupción, por parte del congreso. La mayoría fujimorista de manera pública y violando la Constitución trató de impedir por la fuerza que el Primer Ministro ingresara al congreso con esa propuesta y, una vez que logró hacerlo de todos modos, continuo con el proceso de elección y eligió nada menos que al primo hermano del presidente del congreso, uno de los líderes de esa desprestigiada mayoría.      

Sobre esos hechos consumados, y persistentes en burlarse de la inteligencia de los ciudadanos, esa misma mayoría congresal anunció públicamente que sí aceptaría la propuesta de detener y reformular el procedimiento que ya habían aplicado. 

Forzado a suicidarse políticamente, aceptando esa burla insoportable, o a aplicar la Constitución y disolver el congreso, que ya era un cadáver político desde hace meses, el Presidente Vizcarra finalmente oyó el clamor popular y disolvió el poder legislativo, llamando a elecciones para elegir un nuevo congreso reemplazantes hasta el fin del período en el 2021.  

Como Guaidó, pero más ridículo todavía

El fujimorismo y sus furgones de cola entraron en una espiral hacia abajo, cuyas innumerables volteretas no son fáciles de resumir. 

Aunque al menos un tercio del congreso, opuesto a esta mayoría, acató de buen grado (incluso se lo habían exigido antes al Presidente) la disolución constitucional de este poder legislativo, la mayoría fujimorista y sus satélites se negaron a acatarlo, calificaron de golpe de estado la medida y de dictador a Vizcarra e intentaron vacarlo de su presidencia.  Fracasados en lograr, aunque sea una pantomima legal de vacancia, optaron por “suspenderlo por un año”. Nombraron a la vicepresidenta, congresista también, una economista neoliberal completamente desorientada en política, como “presidenta”, y llamaron a las fuerzas armadas a apoyarlos. 

En 24 horas, la breve “presidenta” renunció al “cargo”, declarando públicamente que nunca se lo tomó en serio y solo era un “acto político” para negociar. Las fuerzas armadas declararon públicamente su apoyo al gobierno legal y legítimo y los congresistas que habían prometido “atrincherarse” en el congreso se fueron a sus casas, sin poder volver. 

La tranquilidad del país y el apoyo popular abrumador a la medida de disolución constitucional, que alcanza entre 80% y 90% en todas las encuestas, frente al patético puñado de manifestantes que con el mayor esfuerzo lograron acarrear los deslegitimados fujimoristas y satélites, sellaron, sin apelación, su suerte. 

Derrumbado el castillo de naipes del supuesto “golpe”, la nueva y única estrategia que les queda es aferrarse con uñas y dientes al único salvavidas que les llegó. 

Al igual que Guaidó en Venezuela, sin apoyo popular y sin controlar ningún poder real, su única fuerza es la que puedan darles desde el exterior. Para desgracia del fujimorismo y sus aliados, su situación es aún más ridícula que la del personaje venezolano, pues apenas si han conseguido un pronunciamiento de la OEA (comandada por el más indigno de los latinoamericanos, Almagro), que pide que el cuestionado Tribunal Constitucional “dirima” un supuesto “entrampe de poderes”. 

A ese pronunciamiento se aferran y buscan, por presión política ya que no se puede legalmente, el ansiado pronunciamiento del Tribunal Constitucional, en la esperanza que cuenten allí con suficientes miembros capturados por la corrupción para conseguir su respaldo y voltear la situación desde la leguleyada constitucional, a pesar del asilamiento y odiosidad política popular que están recibiendo.     

El actual defensor del Pueblo, capturado por la mafia y, por supuesto, la CONFIEP, el gremio empresarial dueño del Perú, afectado en los casos de corrupción y enemigo de cualquier manifestación de poder ciudadano, han sido sus únicos respaldos de peso.  

Solo una comisión permanente del congreso, integrada por unos 15 miembros, cuya mayoría también es fujimorista, sigue sesionando por mandato de la Constitución con la única finalidad de entregar un informe al nuevo congreso elegido en enero próximo. Sin embargo, desde ella pretenden empujar esta estrategia. 

Fuerzas de regeneración  

Tras el escenario hollywwodense de cartón piedra de la coyuntura, rechina y se tambalea la estructura neoliberal instalada durante la dictadura de Fujimori y mantenida hasta ahora. Es esa crisis estructural la que reclama un cambio democratizador o más específicamente, des-fujimorizador. 

Las tibias reformas propuestas por el ejecutivo y empujadas a regañadientes por la oleada incontenible de indignación popular en las calles, son una metáfora del poder que aún tiene esa vieja estructura, que sin embargo ya no es sostenible sin cambios. 

Son la evidencia de que profundas fuerzas de regeneración del país, que han avanzado y sido frustradas desde la caída de la dictadura, la imposición del triunfo y posterior traición de Ollanta Humala, están alcanzando nuevos estadios de fuerza. 

Se expresan, a pesar y en contra de la vergonzosa criminalización, en la rebeldía electoral y callejera de las regiones del país, y en lo que más temen los dueños del Perú y sus representantes de la mafia fujimorista: alternativas electorales y de movilización que pueden y deben alcanzar el gobierno y, superando las coacciones a la traición, caminar hacia la transformación del país, limpiándolo, haciendo soberano, justo e integrado continentalmente.

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