Lula ganó las elecciones el pasado 30 de octubre con el 50,9 % de los votos, frente al 49,1 % de Bolsonaro, líder de la ultraderecha. Al día siguiente, el gremio de camioneros alineado mayoritariamente con Bolsonaro impulsó uno de los bloqueos de carreteras más grandes que se habían registrado, cortando varias rutas importantes, como las que unen las dos mayores ciudades de Brasil, Sao Paulo y Río de Janeiro.

La división de Brasil que se expresó en el balotaje, venía expresándose en las calles, y como lo demostraron estas primeras protestas, así continuará ocurriendo. Lula se enfrentará a un Congreso muy hostil y, además, a que la mayoría de los estados grandes estarán gobernados por aliados a Bolsonaro. De allí que uno de los principales objetivos de Lula es “construir la unidad nacional”, según él mismo lo ha manifestado. Pero ese proyecto de unidad, difícilmente se lleve adelante, y menos sobre la base de los intereses de las grandes mayorías trabajadoras y populares.

El corrimiento de Lula a la derecha es previo, y no sólo por la elección de su vicepresidente Geraldo Alckmin, ligado al establishment. Luego de sobrevivir políticamente al escándalo del mensalão, una red de sobornos a parlamentarios que estalló en 2005, una década después Lula fue investigado por los escándalos de corrupción del Lava Jato, permaneciendo en prisión 580 días. Estos escándalos generaron un amplio repudio en la población.

Pero la mayor dificultad actual es la imposibilidad de ofrecer algo que no sea pasado, en un contexto internacional muy particular que permitió “redistribuir” migajas. Lula ha prometido hasta el cansancio en la campaña que le devolverá la “felicidad” a Brasil, una estrategia para seducir a los votantes con el recuerdo de los años del boom del país durante el periodo 2003-2010, cuando gobernó con viento a favor del contexto internacional. Sin embargo, no fue redistribución la política de sus gobiernos, sino sólo de ayuda a los sectores más pauperizados sin tocar en absoluto los intereses del capitalismo. Las desigualdades de ingreso de Brasil son escandalosas y no hubo una política que cuestionara eso.

El voto a Lula se explica por las políticas desarrolladas durante sus primeros mandatos, dos veces presidente entre 2003 y 2010 y porque es la expresión actual de las intenciones del progresismo (con todas sus limitaciones que ello implica): pidió que lo votaran para volver a «hacer crecer el país, generar empleo, distribuir renta y que el pueblo vuelva a comer bien». Pero la alianza que le permitió llegar a Brasilia la armó con parte de la burguesía, la misma que lo condicionará para avanzar más allá de alguna mejora parcial para el pueblo, pero sin modificar la estructura económica basada en el extractivismo y el agronegocio.

En un escenario de profundización de la crisis internacional actual, difícilmente Lula pueda llevar adelante un importante gasto social que resuelva al menos en lo inmediato la situación acuciante de hambre de una parte importante de la población. Se manifiestan así los límites y contradicciones del progresismo en Brasil y en general de toda América Latina. Pese a su retórica popular, carecen de herramientas y de la posibilidad de hacer transformaciones sociales que sin cambiar el capitalismo favorezcan a los sectores más castigados de la población. No van a poder responder a los requerimientos que están planteando los sectores más postergados de Brasil porque no están dispuestos a tocar los intereses empresariales.

Por otro lado, en el intento de reconstruir la idea de los “años dorados de los gobiernos progresistas”, la época de Néstor, Lula, Evo – con sus diferencias- se borra la responsabilidad del propio progresismo de sus derrotas y cómo se construyeron estas alternativas por derecha. Todas las medidas de ajuste fueron impulsadas por sus propios gobiernos: la sintonía fina de Cristina, el ajuste de Dilma Roussef y Temer, etc.

En su primer discurso tras ser electo, Lula dijo: «es la victoria de un inmenso movimiento democrático que se formó encima de los partidos políticos, de los intereses personales y las ideologías, para que la democracia saliera vencedora». Por supuesto, la democracia capitalista. Esto expresa la alianza que Lula montó para las elecciones de 2022: están la izquierda “progresista”, los liberales y parte de la derecha. Como dijimos, ya con Dilma Rousseff quedaron a la vista los condicionamientos de la alianza que habían pergeñado y la imposibilidad de continuar un programa progresista (las manifestaciones multitudinarias en su contra así lo demostraron). Pero hay un ingrediente más. La crisis capitalista que enfrenta Brasil y el mundo es mayor aún.

Algunos datos ejemplifican el deterioro que sufrió Brasil en los últimos tiempos: entre 2019 y finales de 2021 la población que vive por debajo del umbral de la pobreza en Brasil saltó, según la publicación FGV Social, de 23 a 28 millones de personas.

Por otro lado, el avance del agronegocio se verifica a través de las siguientes cifras: en 1988 el país dedicaba el 24,7% de su área cultivada a arroz, frijol y yuca. En 2018, esta proporción desciende al 7,7%. En ese mismo período, la superficie del territorio nacional utilizada para los cultivos orientados a la exportación, pasó a ocupar del 49,8% al 78,3% del mismo.

Ciertamente Bolsonaro representa al fascismo y al agronegocio, una mezcla nefasta que es necesario enfrentar de manera contundente y es alarmante que la mitad de la población de Brasil, incluyendo a sectores importantes de trabajadores, haya votado esta alternativa. Pero también fue votado por gente que no está alineada con el fascismo, sino que expresó un rechazo a la corrupción representada en el gobierno de Lula y el PT.

Para gobernar, Bolsonaro, ex militar (o militar sin uniforme) se basó en la ideología del fascismo demostrada en infinidad de intervenciones políticas: autoritario, misógino, antidemocrático, represor, y varios etc. más. Al fascismo no se lo vencerá con una diferencia menor al 2%  y con un congreso mayoritariamente opositor (con el que ya está negociando Geraldo Alckmin, el vicepresidente electo) y con sólo 10 del total de 27 gobernadores.

Tanto Lula como Bolsonaro movilizan a multitudes. Por lo tanto, más que nunca en la calle se medirán las fuerzas y serán determinantes para definir hacia dónde se desarrollarán los acontecimientos.

Hoy en Brasil, y en el mundo, domina la idea de que no hay alternativa al capitalismo, idea que es alimentada tanto por el fascismo como por los propios progresistas, que generan falsas expectativas y frustraciones, caldo de cultivo para el crecimiento de la derecha como alternativa de cambio.

Evidentemente la lucha ideológica es en este escenario fundamental, en el sentido de generar perspectiva de cambios reales. Es indispensable que ese pueblo trabajador del hermano país, pueda construir una fuerza que enfrente al fascismo en las calles, pero para construir un horizonte de transformación que verdaderamente represente los intereses populares desde una perspectiva socialista.

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