La crisis del sistema capitalista, profundizada por la crisis sanitaria y epidemiológica a partir de la proliferación del COVID-19, vuelve a plantear la necesidad de dar respuesta organizada y con claridad estratégica. Mientras las vertientes del progresismo naufragan una y otra vez sin comprender por qué y anteponiendo una falsa oposición entre Capitalismo y Neoliberalismo (o entre Estado y Mercado), la tarea desde la izquierda requiere marcar sin titubeos el proyecto estratégico que nos enmarca, y colocar en el centro de la escena de la batalla de ideas la urgente necesidad de superar el capitalismo mediante la revolución y el socialismo.

 

El ascenso de Joe Biden a la presidencia de los Estados Unidos de América despertó cierta tranquilidad y expectativa entre el progresismo internacional. Para los continuos y reinterpretativos análisis de este sector –que encuentra siempre un justificativo para retroceder posiciones– una consideración elemental como observar diferencias entre Trump y Biden se asume como la piedra angular de la geopolítica y el carácter norteamericano. La desilusión corre pronto entre esos fieles que parecieran rehuir de la historia y rechazar el carácter capitalista (e imperialista en este caso) del Estado.

Un breve repaso por el pasado reciente (y por el remoto también) es bastante ilustrativo sobre el curso del intervencionismo yanqui durante los mandatos del ala “blanda” o “pacifista” de los demócratas.  Pero más allá incluso de las reales diferencias entre administraciones (una más “prepotente”, la otra más “diplomática”), la mirada sobre el curso de la historia y la orientación general de la mayor potencia militar conocida por la humanidad (con el poder incluso de destruirla, literalmente) no puede –o no debiera– escapar del desarrollo del capitalismo a escala mundial y del desenvolvimiento del imperialismo, cuestiones que no son simplemente definiciones o “etiquetas” sino relaciones sociales de explotación con profundas consecuencias.

A escala, y con particularidades propias de nuestra región y país, similares caracterizaciones pueden hacerse sobre la alternancia de gobiernos más duros o más populares. De ninguna manera, por si hiciera falta aclarar –y parece que para alguna gente lo es– esto significa igualdad absoluta entre administraciones del Estado que se vuelcan hacia el cinismo y el desprecio recalcitrante o hacia la democratización y el asistencialismo (siempre que sea en los marcos del institucionalismo y no de su puesta en cuestión).

En nuestro caso –que es bastante común al de la región y se da en el marco del surgimiento, desarrollo y crisis de etapa neoliberal del Capitalismo– es posible observar desde el año 74-75 (y mucho más desde el golpe) un claro proceso de acumulación y concentración de la riqueza a la vez que una enorme transferencia desde la clase trabajadora hacia la burguesía. Dictadura mediante, nuestra democracia ha consagrado al compás de ese proceso de expropiación violenta una gran porción de “excluidxs” y “precarizadxs”, cuyo piso se estableció en alrededor del 35-40% de la población; una gran masa de trabajadorxs cuyo salario –en blanco y en condiciones de estabilidad– se encuentra varios miles de pesos por debajo de la propia línea de pobreza oficial; una abismal diferencia entre el aumento de la productividad y la caída del salario real; una creciente extranjerización de la tierra, en consonancia con la cada vez mayor preponderancia de problemas ambientales y de salubridad; una reprimarización de la economía nacional (economía que solo es nacional en cuanto a su origen, no en relación al reparto de ganancias); una mayor dependencia económica de los grandes fondos y prestamistas internacionales, sea a través de la toma de deuda (y todos los gobiernos a la fecha lo han hecho) o a través del pago “independentista” de dichas deudas usurarias, ilegítimas y fraudulentas… es decir, una linealidad concreta, con sus “mas-menos” en cuyo sentido se afirma la dependencia, la transferencia de riquezas y la concentración de las ganancias, en consonancia con una profunda penetración ideológica en favor del poder y la promoción de un proceso de ciudadanización en detrimento de la identificación como clase. Todo ello opera de conjunto, todo el tiempo y en continua retroalimentación.

Ahora bien, decir que Imperialismo y Progresismo son “una misma cosa” sería tan absurdo como afirmar que son polos opuestos.  Si el progresismo tuvo alguna vez una veta anti-imperialista (e incluso puede mantenerla discursivamente), toda su política se encuentra hoy asociada a la relación de dependencia con el imperialismo, y cualquier atisbo de insubordinación o proyecto diferenciado se ve obstruido por su propia incapacidad de romper la legalidad que lo sustenta, es decir la institucionalidad y la democracia (burguesa).

Considerar que la disputa entre capitalismo y socialismo ya ha sido saldada a favor del primero (y por tanto no hay alternativa), y que solo puede pensarse y actuar bajo la normalización instituida, conlleva a rebajar el campo de acción a la aceptación de que lo que rige –las relaciones sociales de producción actuales– es lo único posible y a lo sumo se puede aspirar a mejorar las condiciones de explotación pero no a librarse de ellas (o a que tal cosa puede ocurrir en un momento incierto de un futuro lejano para el cual no sería necesario, por ende, ningún tipo de preparación actual).

Se insiste. No es anecdótico o menor tal o cual consideración. Implica asumirse desde una concepción de mundo y un paradigma que se desenvuelve hacia uno u otro camino, hacia una u otra perspectiva, hacia unos u otros objetivos.

El progresismo, que se enamora y desencanta con asombrosa facilidad y velocidad, no puede salir de ese laberinto. No puede ofrecer salidas realmente de fondo, pues su sustento está indisolublemente anclado al desarrollo de la acumulación (llámese Sustitución de Importaciones, Desarrollismo, Estado de Bienestar, etc.), porque al no romper efectivamente la cadena de dependencia, su rol queda relegado a administrar –de manera más moderada a lo sumo– el ajuste al que debe someter su economía por subordinarse a las relaciones de fuerza impuestas por el “primer Imperialismo” y su reparto del mundo. Por ello también puede ser capaz de reivindicar épicas independentistas del pasado mientras condena a la vez cualquier atisbo de resistencia en la actualidad, pues eso significa poner en jaque su propio lugar de dominación.

Por el contrario, aquellos casos en que los gobiernos asumen profundamente un lugar de orientación y dirección en otro sentido, emerge la condena internacional con todo su peso. Allí está, por ejemplo, Venezuela, hostigada desde hace ya más de dos décadas, que sin ser una revolución triunfante sufre imposiciones y desestabilizaciones constantes. Mucho más claro aún es el ejemplo de Cuba, una pequeña economía caribeña que con todas sus carencias –y falencias que pudieran atribuirse– ha venido desarrollando desde el triunfo de la Revolución en las narices del Imperio un modelo de sociedad que palpablemente pregona otros valores y cuida al ser humano verdaderamente. Cualquier crítica que quiera hacerse sobre Cuba no puede omitir, si es sincera, que constituye cuando menos un piso desde el que plantarse y plantearse una nueva sociedad. Un escalón mucho más elevado desde el que comenzar a discutir. Aun hoy, tras más de un largo medio siglo de embargo, sabotajes, atentados, intentos de aislamiento, censura internacional, medios hegemónicos de comunicación contra ella, y millones de millones de dólares destinados a buscar el fracaso de la Revolución, Cuba demuestra que con los recursos puestos al servicio real del pueblo, es capaz de desarrollar una vacuna para inmunizar a su población y ofrecerla solidariamente a otros países, contrastando notoriamente con la despreciable puja de laboratorios y competencia salvaje a la que asistimos atónitxs frente a las necesidades vitales de la humanidad. Esta puntual muestra, así como el admirable cuidado y prevención frente al COVID-19, entre muchos otros ejemplos nacidos de esa Revolución, alcanza y sobra para evidenciar que sí es posible definir metas estratégicas de otro carácter.

El desprecio por tales opciones, el abrazo al posibilismo, la defensa de la institucionalidad (burguesa) como eje ordenador, la cesión permanente hacia las posiciones más reaccionarias (para no “provocar” al poder) redundan en un conservadurismo de hecho que anula a sus propias pretensiones progresistas y/o restringe la corriente más accesible a las demandas sociales que recoge (pues a la larga, siempre termina recostándose sobre su lado más restrictivo). Es decir, su base social no es una masa “vacía” engañada vilmente sino una parte del pueblo de la que toma demandas pero a la que contiene, orientándola dentro de  los marcos de “la paz social” (la paz con lxs opresorxs, la paz con el Capital, la paz con lxs explotadorxs).

Por ello se somete a la justicia incluso en momentos en que se violentan las propias normas del Estado burgués (caso Lula y Dilma en Brasil, Evo en Bolivia o Correa en Ecuador). Por ello en los momentos en que el sistema es puesto en tensión, se vuelcan decididamente a buscar la reestabilización a través de las instituciones burguesas (Caso kirchnerismo pos 2001-02 o su llamado a la calma durante el macrismo en el 2017, o el llamado a la reforma constitucional en Chile que apeló con bastante éxito a la desmovilización, aunque no está cerrado del todo dicho proceso). Por ello sus caminos se ven continuamente truncados por su propio laberinto.

Y por ello es que –como ejemplifica perfectamente el gobierno de Fernández–   termina cediendo una y otra vez ante el poder más concentrado, que se envalentona e incluso gana la calle frente a la pasividad oficial. Entre ambos polos de desenvuelve una disputa que sólo redunda en retroceso para nuestra clase. Entiéndase bien, no se trata de un enfrentamiento cabal, sino de la disputa interna de la clase dominante. Así, el enfrentamiento queda siempre restringido al plano de lo simbólico, mientras se coincide en lo estratégico.

En momentos en que la crisis económica es profundizada por la crisis sanitaria (y viceversa). En momentos en que el sistema se muestra cada vez más “tal cual es”. En momentos en que la puja entre Capital y Trabajo vuelve a ocupar el centro de la escena, no tememos decir y hacer nuestras las palabras que tan bien sintetizara el Che Guevara:

NO HAY MÁS CAMBIOS QUE HACER. REVOLUCIÓN SOCIALISTA O CARICATURA DE REVOLUCIÓN.

O como bien nos enseñara Lenin:

SALVO EL PODER, TODO ES ILUSIÓN

No hay salida para la clase trabajadora detrás de la brújula de la burguesía. “Votar bien” no nos salva. Sólo la fuerza organizada de lxs trabajadorxs y de todas las clases explotadas en torno a su guía puede conducir a resolver, de una vez y para siempre, la explotación y la opresión de una minoría que vive y se enriquece a nuestra costa.

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