El azar o la convención hacen que el 14 de junio sea una fecha cardinal para Nuestra América: ese día de 1894 nacía en Perú José Carlos Mariátegui, ese mismo día pero de 1928 en Argentina venía al mundo Ernesto Guevara De la Serna. Sin embargo, la coincidencia de la fecha es una curiosidad o una excusa, hay una relación profunda entre ambos.

Mariátegui y el Che dejaron una profunda huella para el pensar, el sentir y el hacer revolucionario en nuestra Patria Grande. José Carlos Mariátegui fue quien puso los cimientos del marxismo latinoamericano que luego Guevara llevó a su máxima concreción, al menos hasta el momento. Ambos fueron rigurosos estudiosos del marxismo y de la realidad mundial, continental y de las diversas naciones. Defensores de la dialéctica y del humanismo revolucionario como dimensiones inseparables del marxismo, otorgaron a la praxis revolucionaria un lugar que el marxismo positivista y dogmático había desechado tildándola de “resabio idealista”. Sometieron a una crítica profunda esas taras y demostraron con maestría que el marxismo podía y debía nutrirse de la historia y de la realidad de las resistencias, rebeliones y luchas de América Latina. Al particularizarlo, al volverlo “marxismo latinoamericano” y no simplemente un “marxismo aplicado a América Latina”, lo universalizaron. Porque demostraron que era desde el marxismo y no desde otra perspectiva que podía analizarse críticamente la realidad de un continente muy diferente de Europa occidental.

Como pensamiento y práctica crítica, el marxismo fue para Mariátegui y el Che una praxis situada. Proyectar la revolución en Nuestra América contenía (y contiene) muchos nudos y problemas en común con cualquier otro proceso, pero también tenía (y tiene) particularidades de la historia de nuestro continente, historia de invasión y conquista, e historia de resistencias y gestas emancipadoras, historia de colonialidad y de luchas por la igualdad, historias de dependencia, prepotencia imperial y de luchas antiimperialistas y socialistas.

En esa búsqueda, el análisis de las formaciones económicas sociales de Nuestra América, su conformación concreta en términos de clase puso de relieve el rol del imperialismo, sobre todo el yanqui, en estas tierras. Ambos concluyeron que el antiimperialismo sólo podría realizar la liberación nacional si era un antiimperialismo socialista, y esto significaba no sólo un conjunto de tareas y metas programáticas, sino también identificar con claridad que era la clase trabajadora el sujeto capaz de llevar adelante esa revolución. En debate con el populismo o con el nacionalismo, concluyeron que las burguesías de América Latina, más allá de las diferencias que pudieran tener en su interior, tenían una relación orgánica con el imperialismo yanqui.

Definiendo cuáles podías ser las fuerzas motoras de la revolución en nuestro continente, tanto Mariátegui como el Che identificaron las diferencias que había entre las luchas de los pueblos oprimidos de Asia (la Segunda Revolución China de 1925 en el contexto del revolucionario peruano y el avance revolucionario en el Tercer Mundo en el caso de Guevara). Hace noventa años, Mariátegui escribía las tesis conocidas como “Punto de vista antiimperialista” para la Primera Conferencia Comunista Latinoamericana realizada en Buenos Aires:

Pero las burguesías nacionales, que ven en la cooperación con el imperialismo la mejor fuente de provechos, se sienten lo bastante dueñas del poder político para no preocuparse seriamente de la soberanía nacional. Estas burguesías, en Sud América, que no conoce todavía, salvo Panamá, la ocupación militar yanqui, no tienen ninguna predisposición a admitir la necesidad de luchar por la segunda independencia, como suponía ingenuamente la propaganda aprista. El Estado, o mejor la clase dominante no echa de menos un grado más amplio y cierto de autonomía nacional. La revolución de la Independencia está relativamente demasiado próxima, sus mitos y símbolos demasiado vivos, en la conciencia de la burguesía y la pequeña burguesía. La ilusión de la soberanía nacional se conserva en sus principales efectos. Pretender que en esta capa social prenda un sentimiento de nacionalismo revolucionario, parecido al que en condiciones distintas representa un factor de la lucha anti-imperialista en los países semi-coloniales avasallados por el imperialismo en los últimos decenios en Asia, sería un grave error.
(…)
El anti-imperialismo, para nosotros, no constituye ni puede constituir, por sí solo, un programa político, un movimiento de masas apto para la conquista del poder. El anti-imperialismo, admitido que pudiese movilizar al lado de las masas obreras y campesinas, a la burguesía y pequeña burguesía nacionalistas (ya hemos negado terminantemente esta posibilidad) no anula el antagonismo entre las clases, no suprime su diferencia de intereses.
Ni la burguesía, ni la pequeña burguesía en el poder pueden hacer una política anti-imperialista. Tenemos la experiencia de México, donde la pequeña burguesía ha acabado por pactar con el imperialismo yanqui.
(…)
Sin prescindir del empleo de ningún elemento de agitación anti-imperialista, ni de ningún medio de movilización de los sectores sociales que eventualmente pueden concurrir a esta lucha, nuestra misión es explicar y demostrar a las masas que sólo la revolución socialista opondrá al avance del imperialismo una valla definitiva y verdadera.

Casi cuarenta años después, en el discurso conocido como “Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental” y que concluía con la consigna de “Crear uno, dos, tres Vietnam” el Che seguía la huella de Mariátegui:

El panorama del mundo muestra una gran complejidad. La tarea de la liberación espera aún a países de la vieja Europa, suficientemente desarrollados para sentir todas las contradicciones del capitalismo, pero tan débiles que no pueden ya seguir el rumbo del imperialismo o iniciar esta ruta. Allí las contradicciones alcanzarán en los próximos años carácter explosivo, pero sus problemas y, por ende, la solución de los mismos son diferentes a la de nuestros pueblos dependientes y atrasados económicamente.
El campo fundamental de la explotación del imperialismo abarca los tres continentes atrasados, América, Asia y África. Cada país tiene características propias, pero los continentes, en su conjunto, también las presentan.
América constituye un conjunto más o menos homogéneo y en la casi totalidad de su territorio los capitales monopolistas norteamericanos mantienen una primacía absoluta. Los gobiernos títeres o, en el mejor de los casos, débiles y medrosos, no pueden oponerse a las órdenes del amo yanqui. Los norteamericanos han llegado casi al máximo de su dominación política y económica, poco más podrían avanzar ya; cualquier cambio de la situación podría convertirse en un retroceso en su primacía. Su política es mantener lo conquistado. La línea de acción se reduce en el momento actual, al uso brutal de la fuerza para impedir movimientos de liberación, de cualquier tipo que sean.
Bajo el eslogan, «no permitiremos otra Cuba», se encubre la posibilidad de agresiones a mansalva, como la perpetrada contra Santo Domingo, o anteriormente, la masacre de Panamá, y la clara advertencia de que las tropas yanquis están dispuestas a intervenir en cualquier lugar de América donde el orden establecido sea alterado, poniendo en peligro sus intereses. Esa política cuenta con una impunidad casi absoluta; la OEA es una máscara cómoda, por desprestigiada que esté; la ONU es de una ineficiencia rayana en el ridículo o en lo trágico; los ejércitos de todos los países de América están listos a intervenir para aplastar a sus pueblos. Se ha formado, de hecho, la internacional del crimen y la traición.
Por otra parte las burguesías autóctonas han perdido toda su capacidad de oposición al imperialismo –si alguna vez la tuvieron– y sólo forman su furgón de cola. No hay más cambios que hacer: o revolución socialista o caricatura de revolución.

A muchas décadas de distancia, en un contexto diferente, resulta imprescindible volver a estudiar a Mariátegui y el Che, para nutrirnos y pensar nuestra realidad, con el objetivo de irrenunciable de la revolución socialista.

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