Por María del Carmen Verdú

 “No existe espacio físico al que el control del Estado esté impedido de llegar; ni los encumbrados despachos oficiales, ni las retorcidas callejuelas de los asentamientos precarios, ni los austeros salones del claustro universitario ni las parcelas de territorio usurpadas por cualquier caterva o pandilla que, so color de reivindicaciones étnicas, históricas o sociales, pongan en tela de juicio el ejercicio efectivo de la soberanía nacional. No pueden, en definitiva, consentirse islas de impunidad, violencia sin sanción ni territorios liberados”. Fiscal federal Germán Moldes, causa contra manifestantes del 1/9/2017.

“Adoptar los criterios para … dos aspectos cruciales: “disminuir al máximo el tiempo de cada protesta” y “reducir al máximo las situaciones de violencia”. Juez federal Sergio Torres, causa contra manifestantes del 18/12/2017.

Los antiguos romanos, que opinaron de casi todo en materia jurídica y dejaron su huella, glosadores y códigos napoleónicos mediante, en buena parte de los sistemas normativos del mundo occidental moderno, tenían un adagio: necessitas legem non habet. La necesidad no tiene ley, que se traduce en que la necesidad de los gobiernos constituye el fundamento último y la surgente misma de la ley.

El “estado de excepción”, es decir, la suspensión provisional y extraordinaria del orden jurídico, que acarrea la restricción de ciertos derechos fundamentales de la población, se aplica cuando existe alguna situación como catástrofes naturales, perturbación grave del orden interno, guerra exterior, guerra civil, invasión, o cualquier otro peligro considerado gravísimo, con la finalidad de afrontarlo adecuadamente. Pero, como explica el filósofo Giorgio Agamben, esta medida de carácter extraordinario “se está convirtiendo hoy, a ojos vistas, en un paradigma normal de gobierno, que determina de manera creciente y en apariencia incontenible la política de los Estados modernos en casi todas sus dimensiones (…) y se presenta así como una disposición ‘ilegal’ pero perfectamente ‘jurídica y constitucional’ que se concreta en la producción de nuevas normas (o de un nuevo orden jurídico)” (Estado de excepción: homo sacer II, 1, Volume 2). Agamben analiza situaciones como la de EEUU después del 11/9/2001, con el dictado de la Patriot Act y otras medidas adoptadas por el gobierno yanqui para señalar y controlar al “enemigo” interno e internacional, pero la idea es bien aplicable a la realidad actual de nuestro país.

Desde el mismo inicio de la gestión de Cambiemos, venimos alertando sobre su sostenido avance sobre nuestros derechos, y en particular sobre todas las formas de protesta. La lista de iniciativas oficiales, muchas concretadas, otras frenadas por la movilización popular, es enorme: Protocolo antipiquete, declaración de emergencia nacional en seguridad ciudadana, corralito para encerrar a las y los trabajadores de prensa, profundización del uso de las herramientas para interceptar y detener personas arbitrariamente, militarización masiva de las barriadas populares, proyectos de reformas regresivas a los códigos penal y procesal penal, creación de la Policía de la Ciudad, conformación del “comando unificado” de fuerzas federales y locales con una lógica bélica para la intervención en manifestaciones, incremento de la presencia policial de civil, infiltración y espionaje sobre organizaciones y militantes, etc.

En ese marco, desde la represión posterior a la marcha del 1º de septiembre, al mes de la desaparición de Santiago Maldonado, el poder judicial y el ministerio público fiscal han asumido un rol protagonista, con resoluciones que, además de condenar la protesta y perseguir a los que se organizan en defensa de sus derechos, le “bajan línea” al poder ejecutivo y al poder legislativo, al tiempo que, desde su lugar de “decidores del derecho”, legitiman la avanzada represiva.

No es casual que, sistemáticamente, en todas las movilizaciones reprimidas, desde la desaparición de Santiago y el fusilamiento de Rafael Nahuel, intervenga la justicia federal, el fuero más disciplinado, históricamente, al poder político. Como lo demuestra la actividad de jueces como Marcelo Martínez Giorgi (1/9), Claudio Bonadío (11 y 14/12) y Sergio Torres (18/12), poco importa si se trata de magistrados más o menos “garantistas” y/o comprometidos individualmente con el proyecto macrista. Eso, a lo sumo, le da algún matiz o color a sus palabras, pero lo que los define, en tanto jueces, es su función, que sin fisuras orienta sus fallos hacia la necesidad gubernamental.

En el edificio de Comodoro Py se ha decretado el estado de excepción, con la muerte del derecho a la privacidad de las comunicaciones y a libertad de opinión y la presunción de culpabilidad de cualquier detenido o detenida en una movilización. En todas esas causas, los jueces ordenaron descargar de los celulares de los detenidos y detenidas todos los contactos, mensajes recibidos y enviados por cualquier sistema, fotos, videos y archivos de todo tipo, y pidieron el cruzamiento de llamados y mensajes. También instalaron como medida habitual el “ciberpatrullaje”, a cargo de una división de la PFA creada en abril de 2017, para acceder y analizar perfiles y contenidos de las redes sociales, de manera de extraer cualquier opinión vertida en Facebook, Twitter, Instagram, etc., que sirva como elemento incriminatorio, mientras utilizan fotos y videos personales para realizar cotejos con las imágenes de las movilizaciones a través de la División Reconocimiento Antropométrico de la Policía de la Ciudad de Buenos Aires.

Nada lo demuestra mejor que el fallo del juez Bonadío que procesó por intimidación pública, combinada con atentado y/o resistencia a la autoridad y daños a 34 personas -5 con prisión preventiva- en la causa del 14 de diciembre, con “argumentos” al estilo de: “Quien concurre a una marcha para manifestarse pacíficamente no lleva consigo ropas de recambio ni limones, bicarbonato de sodio o vinagre, para contrarrestar los efectos de los gases lacrimógenos. Seguro que No. Simplemente concurre con su indumentaria habitual y un cartel, si es de su agrado, por solo dar un ejemplo general. Y si se diera el caso de que la fuerza pública indica desalojar un espacio lo acata. Y evita con su pronto acatamiento ser alcanzado por gases u otros elementos destinados al uso de tales fuerzas para la dispersión de revoltosos”. O, por ejemplo, este otro, referido a una chica: “Si bien se la observa filmando coincidente con su descargo, también es vista en una actitud antisocial, propinando insultos y tomando algo del suelo que se le cae”.

Así como el juez pone en práctica la directiva de Macri a 48 horas del asesinato de Rafael Nahuel (“Hay que volver a la lógica de que la voz de alto significa que te entregás”), también aplica la tesis de Patricia Bullrich de que “la versión de las fuerzas es versión de verdad”. Después de admitir que carece de fotos o videos que permitan identificar a cualquiera de los 34 que procesó, anuncia que “las declaraciones de los preventores revestirán eficacia y entidad probatoria”. O sea, si policías y gendarmes los detuvieron, algo habrán hecho.

Perdida así toda intención de simular, siquiera, cierta independencia judicial, con jueces y fiscales al servicio de la necesidad del gobierno de disciplinar la protesta con mano de hierro, es enorme el desafío que enfrentamos, para ser capaces de sostener y profundizar, con la unidad del campo popular, las imprescindibles luchas que ya están en curso, y las que vendrán.

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